En la filósofa María Zambrano (1904-1991), y en toda su obra ensayística filosófica, siempre hay una boda indisoluble entre pensamiento y poesía, en la que la razón se confunde con la poesía misma, y en cuyo universo intelectual, siempre se revela la palabra como centro de gravedad de su escritura iluminadora, incisiva y penetrante.
Hizo profesión de fe del alma en su búsqueda de luz, de espacios claros, en medio del bosque de las ideas y de una tradición filosófica oscura y abstrusa.
Fue orteguiana, no en el sentido discipular, sino, en que asumió la vida con radicalidad, en su tentativa por desprenderle a las cosas su ser y su identidad.
Vivió su vida siempre en los límites de la razón, en sus bordes más transparentes, acaso porque su vida se demarcó por la errancia, bajo el signo del exilio –o el autoexilio–, y tras la Guerra Civil, al vivir en: Cuba, París, México, Ginebra, Argentina, Roma, Chile o Puerto Rico.
Asumió el pensamiento y la razón poética como vocación y voluntad de escritura. Nos dio lecciones de estilo, al ahondar en la tradición del pensamiento filosófico, sin perder la belleza de su prosa ni la gracia de su sintaxis.
Así, nos mostró que se puede ser profundo y claro a la vez (y esto lo aprendió de Ortega, para quien la claridad es la cortesía del filósofo), gracias a la poesía que les inyectó a las ideas, abriendo un nuevo camino a la filosofía metódica y sistemática –en la tradición tratadística de Kant, Heidegger, Husserl, Marx o Hegel— hacia la transparencia metafórica.
De modo que, Zambrano iluminó con luz y poesía el bosque de la razón, poniendo en crisis, incluso, el positivismo lógico –o filosofía analítica–, con su prosa elegante, poética y lúcida.
No vendió su alma al dios de la razón, y por eso su obra filosófica se sitúa en las fronteras entre la poesía y las ideas.
Su obra no se fragmenta –como la de Nietzsche–, pero sí rompe la unidad, pues se sitúa dentro del contexto de un método secreto y personal, insuflada por el delirio, el frenesí, la pasión y la embriaguez, en su búsqueda del logos.
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María Zambrano trató, en su aventura de pensamiento, de navegar en las aguas de la prosa, entre la poesía y la filosofía, la memoria y el tiempo, el alma y la eternidad, la emoción y la razón. Y este difícil equilibro es lo que hace perdurable su obra, y trascendente su forma peculiar de hacer filosofía, ya que sus ideas son enormemente vitales.
De ahí la actualidad de Zambrano, pues su pensamiento se potencia con la vitalidad de las cosas y, porque, además, sus palabras dialogan con lo divino; es decir, donde lo humano se vuelve espejo de la divinidad.
Asimismo, porque en la articulación de su obra, buscó siempre identificar vida y pensamiento, mito y logos. En efecto, en la raíz de su mundo de ideas, de su universo conceptual, el ser trasciende la realidad, en su búsqueda de otredad, tras bucear en el sueño y los territorios insondables del amor. En esa búsqueda del absoluto de las cosas encuentran su relatividad.
Y de ahí su fascinación por el mundo del sueño y el mito, el misterio y la memoria, o sea, por esos territorios que van más allá del interés de la filosofía, y que desbordan sus fronteras para naufragar en los abismos conceptuales del psicoanálisis o la antropología filosófica.
Desde la inexistencia del pasado nace la memoria del presente y de ahí que, en su obra, el presente del sujeto se defina como vida y el recuerdo, en tanto memoria del ser.
Si bien en Zambrano el pensamiento es acción, vitalidad consciente, no menos cierto es que, también vive –y convive– entre lo divino y lo humano, lo sagrado y lo racional.
Le dio brillo a la tradición filosófica cartesiana y forma peculiar al saber; esto es: le imprimió libertad expresiva a la tradición hermética, y a un espíritu de sistema, que ha hecho de la filosofía un saber para iniciados y no un saber vital que dialoga con la poesía, y aun con la mística, la teología y la metafísica.
Así pues, introduce la imagen en la razón, dándole autonomía a su pensamiento y haciendo de la filosofía una disciplina de la imaginación, una aventura imaginaria de las ideas.
En otro sentido: le dio un lugar en el tiempo a la razón filosófica, desde la razón poética, llenando con la velocidad de su pensamiento los vacíos de lo temporal, y ubicando en la órbita de su imaginación, el movimiento de su espíritu vital, vivificante y móvil.
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Zambrano buscó, en efecto, la esencia de la filosofía –en su origen griego– cuando poesía y filosofía vivían en pugnas, en habitaciones contiguas, en una querella histórica de atracción y repulsión, en disputa por su primacía –o primogenitura.
De ahí que ahondara en el mito y el logos, en las ideas de los presocráticos: vislumbró una relación íntima de la poesía con la filosofía, la música, la mística y la metafísica, en tanto búsqueda no de la razón, sino, de lo sagrado y lo divino.
Ella fue más allá con su pensamiento imaginativo: hacia el mito para hallar lo natural, hasta lo místico para encontrar lo humano. Percibió el logos helénico como la única vía humana de acceso para penetrar y conocer la vida y el ser; y, en ese sentido, fue que, en el camino del filosofar, unió el sentimiento con los actos de soñar y pensar.
Por ende, sueño y pensamiento adquieren –y asumen– en su universo conceptual, de símbolos y referentes filosóficos, un peso específico muy notable. El desarrollo de su concepto de razón poética está vinculado, por consiguiente, a la idea de que –desde el punto de vista de la teoría del conocimiento o gnoseología–, este no solo se adquiere a través de la mente, sino, también, mediante la experiencia poética y con la intuición y el espíritu.
Su vida, marcada por las huellas del exilio, acaso también fueron las que dejaron en ella los signos de un nuevo estilo de hacer filosofía no académica, próximo a la escritura literaria, a la prosa poética, rompiendo la aridez y la rigidez –y hasta la sequedad–del racionalismo, integrando en una simbiosis, todos los elementos del ingenio humano.
Esa forma personal de pensar, más cerca de la intuición que del intelecto, es lo que quizás le permite ahondar aún más en la filosofía, al inyectarle dignidad categorial a lo mítico, lo místico, lo metafísico y lo divino.
Esa manera peculiar de filosofar en un lenguaje y un estilo poblado de imágenes reverberantes y lúcidas, es decir, poéticas –y tal vez, desde su condición femenina–, hacen que su obra ocupe un lugar especial en la tradición filosófica occidental del siglo XX, por su originalidad y vocación de ruptura.
Salta a la vista que, como intelectual con conciencia de la historia, Zambrano se ocupó de los grandes temas que constituyeron el centro de gravedad de sus preocupaciones filosóficas, más allá del mundo clásico grecolatino.