Si uno se llama a engaño, podría decir que en pocos días concluye la presente campaña electoral aunque la realidad obliga a reconocer que la atracción poderosa que ejercen ciertas investiduras de Estado (entre las mejores remuneradas de la región) borró hace añales la separación del tiempo muerto del activo en eso de marchar hacia el progreso personal con la mira puesta en postulaciones desde el día siguiente al conteo final. Los políticos hacen las leyes y de ahí viene la auto-expedición presupuestal de subsidios por muchos miles de millones de pesos para alforjas partidarias que crecen excesivamente al llegar comicios.
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La capacidad de succionar dinero para el proselitismo tiene igual efecto sobre el empresariado con no pocas fichas sedientas de acceso a las gracias del poder que aceptan pagar a futuro. Y no por casualidad se duplica y triplica en zafras electorales el gasto gubernamental corriente que abrillanta candidaturas de sello oficial. Decididos a no identificarse por razones obvias, contratistas y proveedores del Estado denuncian estar sometidos últimamente al acoso de recolectores de contribuciones para la causa comicial del PRM. Lo extraordinario del gasto electoral conecta con otra dispendiosa realidad: el Estado dominicano tiene sobrepasada de viejo las dimensiones razonables; un país con más provincias que China a las que hay que surtir de puestos electivos altos y medios y un Congreso innecesariamente bicameral y supernumerario con abundancia de remuneraciones y ventajas complementarias.