Por José Ignacio Torreblanca
Todos los que hemos tenido una responsabilidad de poder hemos pasado por esa tensión. La responsabilidad del poder consiste en ocupar el puesto del último teléfono que suena. En ese momento alguien tiene que decir sí o no, háganlo o no lo hagan. Esa es la verdadera soledad del poder. En términos de poder, de protestas, me ha ido bien; siempre he tenido el pie en el estribo y he estado dispuesto a bajarme. Sin embargo, he tenido muchísima más vocación política que vocación de poder, lo cual es una contradicción de términos porque el poder es instrumental o funcional para el proyecto político que uno quiere desarrollar.
¿Cuál es la primera contradicción que recuerda entre estos dos planos de la ética?
La que viví con la posibilidad de ser candidato a la Presidencia del Gobierno y el mantenimiento de la pena de muerte, a la que me oponía bajo cualquier circunstancia. «¿Tengo que asumir la responsabilidad de cumplir con la legalidad vigente si el ordenamiento jurídico ha configurado una pena como esta?», me preguntaba. Así que me dije que no iba a aspirar a la Presidencia si se mantenía la pena de muerte. No es exactamente lo mismo, pero me recuerda el tipo de discusiones sobre el aborto que he tenido con la Iglesia católica a lo largo de mi vida. Yo no iba a mandar a una madre o a una chica de 17 años a la cárcel, diga lo que diga la ley. Conversé con Wojtyla (Juan Pablo II) sobre este tema y le pregunté si llevaría a una mujer a la cárcel si estuviese en mi lugar y me dio una respuesta perfecta para su institución: la Iglesia está para perdonar, no para condenar. Yo no acepto ese reparto de papeles, por eso me retraía antes de asumir responsabilidades. Y cuando las asumía, me veía en situaciones muy complicadas.
¿Cuál es la decisión que más le costó tomar?
La decisión más difícil fue convocar el referéndum para saber si seguíamos o no en la OTAN. Luego, en la lucha contra el terrorismo nos ocurrió algo que también vivieron Margaret Thatcher con el IRA o Barack Obama con Bin Laden. Conseguimos información acerca de dónde se reunía la cúpula de ETA. Eso le pasó a Thatcher en dos ocasiones y no dudó en ninguna de las dos: bombardeó el local donde se reunían y ametralló a la gente del IRA en Gibraltar. En mi caso también me dijeron que era posible hacerlo. Sin embargo, dejando de lado el hecho de que se violarían algunas leyes internacionales, ya que se hallaban en territorio francés, el problema estaba en la propia decisión. Es decir, teníamos una posibilidad real de acabar con ellos, algo con lo que puede que salves 200 vidas, pero, claro, tienes que tomar la decisión de matarlos y destrozar la cúpula. Tras 24 horas de sufrimiento personal decidí que no íbamos a hacerlo. Por esta clase de situaciones he pasado varias veces. Sin embargo, como criterio general siempre preferí una detención a una muerte, incluso si iba en contra de lo que la gente pensaba. Algunas personas que no tenían que tomar decisiones no entendían que tuviera dudas. Otros no entendieron que no lo hiciera.
Ambas posiciones eran válidas. Y cuando digo válidas me deslizo hacia la visión weberiana de primar la ética de la responsabilidad. Me acuerdo de las conversaciones con Isaac Rabin. Él decía: «Si ponemos como condición para que los acuerdos de Oslo sigan que no haya atentados, estamos en manos de cualquiera que quiera cargarse la negociación». Lo mismo pensó el presidente Santos en Colombia, que optó por seguir hablando, pasase lo que pasase, para que nadie interrumpiera el proceso. Tanto él como yo sabíamos que íbamos a seguir en el conflicto, con víctimas. Muchísima gente de buena fe pedía que se suspendiera, como nos ocurrió en España cuando ETA nos pidió una tregua indefinida, aunque no incondicional.
Esa reflexión sobre la responsabilidad me lleva a preguntar: ¿en qué consiste el liderazgo político?
Cuando uno está en la sala de máquinas, no se para a conceptualizar en qué consiste el liderazgo.
¿Dónde está el equilibrio entre la paz y la justicia? ¿Cuántas dosis de justicia se sacrifican para obtener la paz? Hay dos conceptos de justicia. Primero, la justicia individual: el que comete un delito, y luego la víctima o su familia, que tienen derecho a una reparación. Sin embargo, también hay una justicia histórica que lleva a preguntarte: ¿cuánto eres capaz de poner en la balanza para que no se repita lo que se ha producido y ganar el futuro? Esto podría definir la Transición española, de la que ahora se habla tanto con un revisionismo típico de esta época. Una parte de los servicios de inteligencia había llegado a la conclusión de que su obligación era preservar un franquismo sin Franco. Otra creía que lo mejor que le podía pasar al país era que se homologara con las democracias europeas, pero querían saber si debían quedar excluidos los partidos comunistas y fascistas, como en la Alemania de posguerra. Me sondearon sobre si se legalizaba o no el Partido Comunista. Y quedó grabado en una falsa memoria colectiva que yo no estaba de acuerdo con que participara el PCE, algo que no fue verdad en ningún momento. Yo creía que la democracia tenía que ser incluyente y les decía: «Mira, yo quiero que se apunte todo el mundo, que se acaben las mentiras y los mitos, que la gente decida a quién vota».
¿Cuál es el tipo de liderazgo en el que cree?
En el liderazgo positivo. La primera condición para que se dé es tener un proyecto para el país, no solo para tus votantes. ¿Qué quieres que tu país sea a medio y largo plazo? ¿Qué camino debes emprender? Yo nunca creí en la revolución, pero sí en una política de reformas, algo que contrasté con la frustración de Alexis Tsipras cuando me preguntó cuánto me había trastocado chocar con la realidad. Le dije que mucho menos que a él: «Tú querías hacer la revolución y bajaste las pensiones a la mitad, yo quería reformas e hice pensiones no contributivas». Yo tenía una visión reformadora, un proyecto con el que uno debe tener un compromiso fuerte, de convicciones, aunque no exista una línea recta en el progreso.
Además, esa convicción ha de tener una condición básica, y es que el compromiso no tiene que ser mercenario. Me preguntan mucho qué pido a cambio del compromiso. Y yo no pido nada. Al contrario, lo que doy es las gracias a la gente que apoya ese proyecto. Ahora bien, no hay liderazgo, por mucha convicción que uno tenga, en alguien que sea incapaz de hacerse cargo del estado de ánimo de la gente.
Hay muchos que creen que, aunque la gente lo esté pasando mal, su obligación es ser siempre optimistas. Eso es un error de libro. Si el ciudadano te ve a 1.000 kilómetros de distancia de lo que está sintiendo, el fracaso está garantizado. Después hay realidades que influyen, como el impacto que la revolución tecnológica tiene en nuestra vida, en la política, la economía, las relaciones humanas, la comunicación… Esa revolución de la información ha liquidado la visión (equivocada) de que el que está en la cúpula del poder tiene la ventaja de concentrar la información que los demás no tienen. El problema no es quién tiene la información, sino quién tiene la capacidad de procesar esa información para obtener resultados. Eso de que la información es poder es mentira. ¿El 11-S se podría haber evitado de haber actuado con la información disponible? Sin duda alguna; la información estaba disponible, pero no se procesó bien. Los líderes que no están dispuestos a mantener la atención sobre los que en su equipo son críticos y capaces de decirles la verdad son líderes que tienden a absolutizar el proceso de toma de decisiones.
¿Dónde está hoy o dónde se debe ejercer el compromiso político?
El que hoy se decide a hacer política lo hace desde la antipolítica. La pérdida de vocación de servicio público es comprensible, y la estructura endogámica de los partidos acelera esa pérdida de compromiso político de la gente más cualificada. Si alguien brillante quiere hacer política, tiene que aceptar a priori que todo el mundo va a verle como presunto culpable. No se puede saber de qué; eso ya se sabrá en su día. Se ha degradado tanto la imagen de los políticos que tienen la seguridad de que su retribución se distancia exponencialmente de la del compañero que se ha dedicado a una actividad privada. ¿Se está produciendo una selección negativa que va creando crecientes sentimientos de orfandad representativa?Sí, se está produciendo. ¿Podemos corregirla? Deberíamos. Probablemente, en algunos casos se va a corregir sola y de pronto va a aparecer alguien que diga: «Oiga, yo me dedico a esto, pero no porque de eso dependa mi vida, sino porque quiero prestar un servicio para mejorar la vida de los demás». Si uno mira los debates, se da una contradicción muy nítida: se dice que los políticos viven muy bien, que son unos aprovechados, etc. Ahora bien, si le preguntas al interlocutor si querría que su hijo o hija se dedicase a la política te lo negaría. «¡De ninguna manera!». Esto, sumado a los muchos casos de corrupción, marca duramente la imagen de los políticos.
Hay quien dice tras pasar por el Gobierno que el poder no está en el Gobierno, sino en los tribunales, en el IBEX… ¿Existe la capacidad de transformar la realidad desde el poder? ¿Dónde está el poder?
Es una banalidad, como tantas otras que se oyen con tonos ilustrados o falsamente ilustrados. El instrumento de transformación de la realidad es el poder. Si se respetan las reglas de juego, se hace más difícil y, a la vez, más consistente. Ahora están de moda las monarquías republicanas, donde una persona que concentra el poder le da continuación con su esposa y con su hijo. Sin embargo, en la transformación de la realidad influye decisivamente el instrumento del poder, porque tienes la posibilidad de elaborar leyes. ¿Vives muchas contradicciones? Sí, pero el arte de la política es el arte de gobernar un espacio público compartido y lleno de contradicciones. Hay tantas posiciones ideológicas como individuos, es cierto. Y también hay contradicciones en cuanto al sentimiento de pertenencia y de intereses: el que trabaja por cuenta ajena quiere aumentar sus ingresos y el que tiene que dar cuentas a los accionistas quiere maximizar los beneficios. El que gestiona el interés general tiene ahí a sus accionistas. Tú gobiernas sobre esa realidad, sobre esa diversidad y sobre ese pluralismo. Digamos que el pluralismo de las ideas es el fundamento básico de la democracia liberal. Naturalmente, cuando piensas en las ideas con vocación mayoritaria, las contradicciones se reproducen. Mientras más clara tienes la idea sectaria del poder y los obstáculos que tiene, más se reduce tu capacidad de ampliar la base de apoyo electoral, de sostenerla.
¿Cómo se gestionan esas contradicciones?
Un grave error es el de querer liquidar la independencia del Poder Judicial o sostener que el CGPJ debe ser escogido entre sus pares cuando la mitad de los jueces están afiliados a alguna de las tres grandes asociaciones, porque en origen tenían prohibido –y lo tienen– sindicalizarse. Sin embargo, la asociación es una forma de sindicalización corporativa. Se trata de tres asociaciones y 1.500 jueces que deciden quién gobierna un poder del Estado. Así que, para que funcione el parlamento, necesitamos la participación de millones de españoles y la de 1.500 jueces para elegir el otro poder del Estado. Ese equilibrio salvó a Estados Unidos de las arremetidas populistas de Trump, al que le estorbaba todo. Estos problemas se simplifican, como ocurre también con las empresas del IBEX. Estas defienden sus intereses en todos los casos y todos los temas. ¿Hay que gobernar sobre esa contradicción de intereses? Claro. ¿Saben gobernar sobre esa contradicción de intereses? Muchas veces parece que no. Pondría infinitos ejemplos, pero parece que hay cada vez menos respeto por la división de poderes y por el papel de cada poder del Estado.
¿Qué le preocupa más en términos de democracia representativa: la fractura que generan las desigualdades o la crisis de fracturas identitarias?
Las dos. En el gran edificio de la convivencia hay una parte que no se ve: los cimientos. Y en la vida diaria de cada uno también existe una cimentación que no es visible y que engloba cosas como la de respetar el ordenamiento jurídico, respetar la Constitución incluso para cambiarla, respetar el Estado de derecho… Esto no preocupa al ciudadano: lo que le inquieta es lo que le afecta a diario, como la subida del precio de la energía. Descuidarse sobre el funcionamiento del Estado de derecho o del respeto a la separación de poderes solo importa cuando el edificio se agrieta y amenaza con desplomarse.
Ha surgido un debate antineoliberal que ha derivado en un debate antiliberal.
El neoliberalismo ha creado un modelo de crecimiento de la economía que aumenta las desigualdades. Para ello Europa creó una cosa fantástica que es la economía social de mercado. Ahora se la encuentra Biden y le parece muy bien. Si alguien cree que para ganar elecciones es más fácil firmar cheques para subvencionar a cada individuo que cuidar los servicios generales, que son un mecanismo de redistribución que necesita una fiscalidad razonable, se equivoca. Parece complicado defender tener los menores impuestos posibles y los mejores servicios deseables. En eso sí que estamos viviendo una crisis de sostenibilidad. La pandemia ha puesto de manifiesto algo nuevo, nos ha puesto ante una realidad tan inmediata en la que la única certidumbre es la incertidumbre. Y también ha puesto al descubierto algunas fragilidades que ya teníamos. El mayor ejemplo es la otra pandemia, más silenciosa y permanente, que es el cambio climático. Sus consecuencias las vemos todos los días y parece que nos dan igual.
¿Hasta qué punto le preocupa que en el siguiente bandazo de la polarización lleguemos a tener un Gobierno apoyado por una fuerza de derecha radical?
Lo que nos sucede se define como «la grieta» en Argentina, que es la orfandad representativa de la mayoría de las sociedades, que contemplan con horror el choque de trenes de la polarización. La centralidad de la política –no el centro– es la capacidad de comprender que el pluralismo es la esencia de la democracia, pero que hay elementos comunes que estamos obligados a enfrentar juntos con las discrepancias que sean. Por ejemplo, que haya una política confrontacional respecto del cambio climático es ridículo. A mí me preocupa la crispación en la política: cuando se grita mucho es porque las convicciones no son muy firmes. ¿Me preocupa lo que pueda pasar en España? Sí, y me preocupa también lo que pasa en Francia con Le Pen. Es algo que está ocurriendo, aunque no es un fenómeno lineal. En algunos sitios, los crecimientos explosivos de la extrema derecha y la extrema izquierda han tendido a corregirse y a matizarse muy rápidamente. Los que ascienden como cohetes suelen desplomarse como piedras. Es entonces cuando se tienen que inventar otra cosa. La política actual tiene algo bien curioso, y es que cualquier populismo, sea el de Vox o Podemos, no te ofrece un proyecto acabado, sino que te ofrece un menú –en el caso de Vox perfectamente simplificado– y tú te acoges a la parte que más te gusta. Así que me preocupa la polarización y que la alternativa, si se da y cuando se dé, sea menos eficiente para gobernar para la inmensa mayoría de los ciudadanos de lo que es ahora. No solo nosotros estamos en esa dinámica; también sucede en Francia. En Italia, en cambio, parece haberse pacificado cuando Draghi apareció en el escenario. Aunque el fenómeno pudiera ser transitorio, nadie tiene en cuenta que su irrupción, que ha recolocado a Italia en el escenario europeo, es una aparición fulgurante no dependiente de una confrontación electoral que tiene un tiempo limitado en el que los partidos, durante un rato, dicen: «Bueno, que se hagan cargo porque no sabemos por dónde ir y ya nos pelearemos luego». Me preocupa ese fenómeno en España. Una parte del trabajo que hicimos en la denostada Transición fue superar eso: había extremos durísimos en aquellos inicios. No se sabía entre quiénes se podía pactar, porque después de una dictadura no se sabe a dónde pueden ir los votos. El comportamiento electoral de España en 1977 era absolutamente europeo, con un sesgo de número de votos más de centroizquierda que de centroderecha. Esa era la realidad, pero no lo decidió nadie.
Algunos hablan del bipartidismo como si se lo hubiéramos pintado a la gente en la pizarra para obedecer. Son tonterías que, preocupantemente, se dicen con solemnidad. (Fuente: Revista digital Ethic)