En tiempo de la posmodernidad donde el neoliberalismo es amo y señor y la globalización, mal entendida, como diría Joseph Stigler, nos resquebraja igual los avances de la tecnología de punta y los algoritmos que “alimentan la sensación de omnipotencia destinados a erosionar el libre albedrío” y sustituir el cerebro racional humano, ese maravilloso microorganismo multifacético de la Creación, rector de las ideas, las emociones, los sentimientos, deseos y aspiraciones de la persona, que pretende ser suplido por “la máquina pensante” desplazándolo en todos los ámbitos puramente intelectuales” (Alan Turing, 1950) para convertir al individuo en un ser colectivo “signado por el egoísmo, el hedonismo, la permisibilidad porque lo que importa, se nos dice, es tener “una confortable existencia” , gozar de la vida, obtener riquezas sin importar su procedencia, relegando los valores liberales, altruistas, propios de la moral y la ética.
Entonces se hace preciso, necesario, volver a la praxis y las enseñanzas del insigne Maestro Eugenio María de Hostos cuando ante el temor de sus discípulos, advertía: “Es precisamente el espectáculo del mal, que es el espectáculo del desorden moral, el que sirve mejor que el espectáculo del bien para hacernos comprender en qué consiste el orden moral.” Se hace imperativo, ante esa vorágine que amenaza negarle al individuo el derecho a la intimidad y libertad de pensamiento, no conformarse con los versos sencillos de fray Luis de León cuando en su prosa romántica preñada de ensoñación decía: “Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/ y escoge la escondida senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido”.
El mundo de hoy exige, nos obliga a todos, sin excepción y particularmente a la clase media e intelectual, no asumir una actitud contemplativa, sumisa, indiferente o permisiva sino, por lo contrario, ser más responsable, exigente y combativo. Tomar partido, decididamente, en la medida en que la inmoralidad se convierte en virtud y avanza impunemente poniendo en grave peligro los valores culturales y espirituales, simiente de una sociedad más sana, más justa y equitativa libre de temores y prejuicios.
¿Por qué acudir a la moral y a la ética? Porque la ética es “la parte de la filosofía que trata de la moral y las obligaciones del hombre; ciencia que, de manera rigurosa, orienta las actuaciones del individuo” (J. Silié Gatón.)
El fundamento de lo ético es abordado por Aristóteles (384, a C) al esclarecer y distinguir lo justo de lo injusto del comportamiento humano: “Todo lo que es justo es legal y todo lo legal debe ser justo para ser legítimo.” “Injusto es quien actúa contra las leyes, exige más de lo que le corresponde y quiere introducir la desigualdad entre los hombres. De acuerdo con su pensar “El peor de los hombres es aquel que por su perversidad daña a sí mismo y a sus semejantes.” Cristo Jesús predicaba: “Por sus frutos los conoceréis”.
Volviendo al panorama nacional, donde lo ético y lo moral se han visto de manera notable postergados por el fenómeno del individualismo y la corrupción, habría que concluir con el profesor Don Pedro Muñoz Amato que “Hay países donde el ambiente cultural no ofrece condiciones favorables para que el gobierno sea honrado y eficiente. Se practican impunemente el soborno, la malversación de fondos, y otras formas de corrupción administrativa y no existe en la sociedad un consenso de desaprobación suficientemente articulado e intenso para poner coto a esas irregularidades.”
La sociedad dominicana vive actualmente ese drama. Acusa un penoso deterioro, social y político. La corrupción ha llegado a verse como una forma natural de hacer fortuna. La permisibilidad de lo ilegal o lo injusto es la regla; el castigo, la excepción, debiendo ser, en opinión de Ulpiano, jurisconsulto y pretor romano, todo lo contrario: “Sin el blasón de la moral no es posible vivir en forma honrosa.”
El Diccionario de la Real Academia, define la corrupción como “Descomposición o alteración viciosa de la naturaleza de una cosa.” Y corrupto, en consecuencia, es “Aquel que con su actuación se deja, procura, fomenta o permite, por cualquier medio, sobornar, pervertir o viciar.”
La corrupción siempre ha existido como un mal universal en todo tiempo y lugar; pero en las últimas décadas y en el presente siglo se ha extendido y echado raíces profundas y peligrosas, siendo nuestro país calificado, según Barómetro de Latinoamericano y mundial, como uno de los más corruptos, lo que es motivo de justa y honda preocupación. Un factor importante de este fracaso, es la debilidad institucional de los organismos del Estado anclados en un sistema político rentista y poco representativo donde los valores éticos y morales poco importan a los que tienen la misión de respetar “cumplir y hacer cumplir las leyes y la Constitución de la República.”
Pero, lo más preocupante de la corrupción es la impunidad. La forma como ha podido penetrar y ser admitida. La manera cómplice como se introduce y se extiende ramificada y organizada estructuralmente en los organismos del Gobierno constituyendo una red casi infranqueable, permeando las instituciones de derecho público y los diferentes estratos sociales de la que no escapan notables miembros de la pequeña y poderosa oligarquía, a la que deben sumarse “los nuevos ricos.” Igualmente preocupante, es el nivel de impunidad y tolerancia. Se tolera y admite sin rubor alguno su existencia. “La corrupción de detiene en la puerta de mi despacho”, diría un jefe Estado, como si nada importara, como algo consustancial a la naturaleza humana y al propio ejercicio del poder político.
Vivir de espalda a la Constitución y las leyes que condenan e imponen graves sanciones al desfalco de los bienes del Estado, el enriquecimiento ilícito, el lavado de activo, el cohecho, el prebendismo y tantos otros actos ilícitos ruinosos e irresponsables, como el clientelismo, el desmadre de los elevados sueldos y pensiones excesivas en contraste con el “salario cebolla” de la mayoría de la población y las víctimas del desempleo, las desigualdades, los abusos y abismales contrastes entre los altos niveles de riqueza y de pobreza extrema existentes.
La corrupción no es solo atribuible al Estado. El y sus organismos de gobierno, los dirigentes políticos elegidos por el pueblo y funcionarios públicos tienen la mayor responsabilidad debiendo sus funcionarios y empleados del gobierno ejercer eficientemente los deberes y obligaciones propios de sus cargos, conforme con lo previsto en el Art. 146 que “proscribe la corrupción en cualquiera de sus formas y en todo organismo del Estado” y el Art 147, relativo a la finalidad de los servicios públicos, debiendo ser su ejercicio honesto y trasparente, el mejor ejemplo para la ciudadanía que paga con sus impuestos sus emolumentos, no su incapacidad ni sus excesos, desviándose del recto camino de la moral y la ética. Como seres gregarios todos formamos parte importante de la familia humana y tenemos las mismas obligaciones y deberes. Unos más que otros, por su sapiencia, su prestigio o su fortuna. A mayor elevamiento político, social o económico, mayor responsabilidad corresponde.
Se entiende que la misión de los partidos políticos es llegar al poder, pero no solo eso. Desde antes y desde siempre han de desarrollar y ejercer una labor educativa; enseñar al pueblo, con el ejemplo, el debido comportamiento, garantizando un sistema de vida ordenada, sustentada en la normativa y principios y valores éticos y morales. Pero lamentablemente la praxis del poder político y funcionarial reniega de la moral, de la ética y de ese ordenamiento superior cuando hace prevalecer intereses particulares con voracidad de hambruna y termina defraudando la confianza depositada del electorado frustrando las expectativas de crecimiento, bienestar y justicia social.
El quehacer político moralmente se ha ido degradando, corrompido y de ahí el bajo nivel de credibilidad y confianza conforme con las encuestas y así no puede ser. Es necesario un cambio sustancial. Explorar y andar nuevos caminos, vislumbrar nuevos horizontes, como aleccionaba con su vida austera y su obra nuestro Patricio Juan Pablo Duarte:
“La política no es una especulación, es la ciencia más pura y más digna después de la filosofía de ocupar las inteligencias nobles.”
“Puesto que el gobierno se establece para el bien general de la asociación y los asociados, el de la nación dominicana es y deberá ser siempre y ante todo propio y jamás ni nunca de imposición extraña, bien sea esta directa o indirecta, próxima o remotamente: es y deberá ser siempre popular en cuanto a su origen, electivo en cuanto al modo de organizarlo, representativo en cuanto al sistema republicano en su esencia y responsable en todos sus actos.”
Hoy se habla bien y mucho de la necesidad de un movimiento moralizador, de una fuerza social opuesta a la inmoralidad, la corrupción y la impunidad. Un movimiento popular, no populista, capaz de reivindicar y catapultar una cultura de civismo, de valores morales, de caros valores patrios que parecen perdidos.
Es preciso articular ese compromiso, darle forma coherente y efectiva de manera decidida, firme y vigorosa. Todos tenemos la obligación moral y patriótica comenzando por uno mismo de contribuir con nuestro grano de arena al fortalecimiento y preservación de esos valores que forjaron y honran nuestra nacionalidad. El derecho a vivir en libertad y en plenitud de derecho. Sin este empeño, individual y colectivo, no es posible forjar el futuro deseado. No es posible la convivencia pacífica, ser felices y estar orgullosos de haber servido a la patria, que es servirnos a nosotros mismos. Legarle a nuestros hijos y a sus descendientes un mundo mejor que el que vivimos.