A propósito de que este viernes 29 de julio, se celebra el Día Internacional del Tigre, según una frase de Jorge Luis Borges, los gatos son una miniatura de este felino.
“Dios creó al gato para darle al hombre la oportunidad de acariciar un tigre”. Más allá de lo que el gran Borges haya querido expresar en su célebre frase, esas palabras nos permiten ahondar en su esencia y comprender un poco más a nuestro amigo felino.
Los gatos nunca se dieron cuenta de que viven en un mundo civilizado por el ser humano (afortunadamente para ellos).
Los gatos domésticos son, al igual que cualquier predador: una perfecta máquina biológica adaptada a la función de perseguir, acechar, correr, capturar y matar a su presa. Para eso, precisamente para eso, están en este mundo.
Todo su cuerpo es una sinfonía perfectamente afinada y en donde se refleja a cada paso la increíble pero cierta adaptación funcional.
Comencemos por sus garras. En ellas, encontramos la posibilidad de retirarlas guardándose en un perfecto estuche para lograr una conservación única y precisa del filo y la integridad de sus “puñales”, de una de sus más importantes armas.
Además todo gato doméstico, sea de la raza que fuere, desarrolla una prolija actividad de cuidado y mantenimiento de sus uñas que comienza en una limpieza con la boca y concluye en el tradicional y pocas veces comprendido rascado de las garras en un poste, en la pared o en cualquier lugar especial o casual.
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En todos estos casos está actuando como un verdadero felino silvestre: por un lado pretende marcar su territorio, por otro intenta dar testimonio de su paso y estadía en el lugar para los otros congéneres, a través de las marcas, y por último se preocupa por poner a punto su mejor arma de combate, una parte sustancial del arsenal natural con que lo ha dotado la evolución.
Por otra parte, la vista del gato, al crepúsculo percibe las imágenes con una nitidez fantástica.
Allí comienza a tratar de cumplir su misión felina. Como salido de la espesura, su cuerpo, de pronto, se desliza con sigilo, tiembla irrefrenablemente frente a la posible presa, castañetea los dientes, se queda inmóvil como si se tratara de una visión extraterrena inserta en un ritual único e irrepetible, la ceremonia secreta de la cacería, pero, y siempre en todo sueño hay un pero, toda esta demostración de poderío cazador, de capacidad de ataque a su eventual víctima, casi siempre ocurre en el pasto de la vereda o en el jardín del fondo, en vez de ser en la magnificencia del soñado Serengeti o en la majestuosidad del mismísimo Ngoro-Ngoro del África negra.
Todo esto generalmente ocurre en la esquina de su casa o en cualquier barrio de cualquier ciudad.
Cosas del mundo gatuno, que lo hacen más fascinante y misterioso, sin duda. Por esas mismas cosas de su felino universo necesita perentoriamente limpiar su cuerpo entero, antes y después de la cacería con especial prolijidad, con actitud maníaca digna del más perfecto e incurable obsesivo crónico.
Es que tiene que reafirmar su identidad y a través de ella llegar a lograr el triunfo en su lucha por la supervivencia. No importa si su dueño lo alimenta, eso es lo de menos, lo cierto es que es gato y está aquí para cazar.
Aunque no exista la presa, deambula, inspecciona y hurguetea, tratando de hallar un rastro que, al ser tan sólo una posibilidad, se diluye entre las múltiples pistas que le puede presentar cualquiera de nuestras viviendas modernas.
Cuando quiere, cuando realmente le place, se echa a descansar y lo hace como si fuera su última vez, como lo hacen todos los predadores, esperando la mejor y más conveniente oportunidad de presa, ahorrando de esa manera la mayor cantidad de energía posible para usarla cuando exista alguna chance cierta de éxito.
Una vez más, en la naturaleza, no se gasta pólvora en chimangos.
O hay presa o yo no me muevo de aquí y encima duermo. Mientras esto ocurre en alguna casa, en otra el minino, el mismo minino o en rigor otro pero cortado por la misma tijera, se apoltrona en el almohadón, lame las manos de su amo, se restriega los cachetes en sus pantalones y moviliza sus formas ondulantes como diciendo al pasar: “aquí estoy yo”. Pleno de orgullo y de soberbia, allí va el gato con sus dos mundos a cuestas.
Allí va el de raza Singapura, mínimo y diminuto, vagabundo de las cloacas de Oriente, entremezclado con el insólito de raza ragdoll, que se queda en la posición que lo pongas o el gigante de raza Maine Coon, el gato de los Ingalls, con el que se disputa el cetro de raza felina más grande de la historia con la misma pasión de una Copa Libertadores de fútbol.
El gato, en medio de un mundo de odio y amor, objeto puro de un juego de pasiones, es capaz de despertar cualquier sensación, las más increíbles e insólitas, pero jamás, nunca, la posibilidad de sentir por él el mínimo atisbo de indiferencia.