Para Michel Foucault, las acciones del hombre se pueden enmarcar en las prácticas, que constituyen el accionar humano en la sociedad. Por lo que podemos hablar de las prácticas culinarias relativas a todo lo que hacemos. Como las prácticas son sociales, y están relacionadas a lo que hacemos para transformar el vivir, ellas son recuperadas por el discurso que es donde encuentran sentido.
La literatura, además de ser una expresión lingüística y poética, recoge, presenta, configura las prácticas sociales de los grupos humanos en el tiempo. Por tales razones, el plátano como producto alimenticio cambió las prácticas culinarias y la alimentación en una zona como el Santo Domingo del siglo XVI, dominado por la cultura indígena que fue criollizada por las culturas hispánicas y africanas.
Mientras los peninsulares apelaban a su tradición culinaria, la cocina, que siempre ha sido el negocio de lo que hay, se vuelca hacia su propia realidad. Son las mujeres negras las que desarrollan el fogón (Batista, 1990); muchas prácticas culinarias pasan por un hibridez cultural. No hay espacio más híbrido que el de la cocina.
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Los grandes imperios sintetizaron las prácticas culinarias; el encuentro de distintas culturas hizo lo mismo. En la cultura, las prácticas, por ejemplo, de los turcomanos que eran tan lejanas en el tiempo y en la geografía, podían integrar elementos que van, desde el Asia central hasta la confluencia bizantina, formando ya otra tradición, que se encuentra con las prácticas de los hispanos, donde el complejo celta y visigótico, etc., existentes en la península Ibérica pudieron aportar valores nuevos a la cocina. No dejemos pasar por alto, las prácticas sintéticas en el Imperio romano.
En la literatura dominicana, encontramos una vaga mención del plátano en la novela “La fantasma de Higüey” de Francisco Javier Angulo Guridi. En una sola conversación nos da el autor todo un retrato de la alimentación: dice el tío Bartolo: “—En cuanto a mañana, tendremos que comer salado: ahí hay en el rancho pámpanos y macarelas; buscaré más plátanos por los conucos que están a la vera del Soco y nos arreglaremos como Dios lo quiera.” De lo que se puede notar dos cosas: el plátano abundaba, se puede conseguir por ahí, por los conucos, es decir, es de cultivo frecuente y, segundo, ayuda a salvar la alimentación porque es como bendición dentro de la carencia: algo que nos viene de arriba. Y continúa Bartolo: “Esta noche al rayar la luna levanté las nasas y no hallé en ellas ni aún siquiera una sardina. En pasando la corrida del carey, voy a fijar mi pesquero en vuelta al Cabo.” Con lo que nos dice que su actividad es la pesca, pero que el plátano le resuelve, sin ir al mercado. Solo tiene que pasar por los conucos (Angulo Guridi, “Novelas”, II).
Por su parte, en “El montero” Pedro Francisco Bonó muestra cómo el plátano era un alimento importante para los hombres que se dedicaban a la cacería. Sin embargo, la primera mención que hace de la musaca es la antigua experiencia de hacer el colchón con hojas de plátano. Veremos como el plátano vino a ser una solución a los problemas de ausencia de lana o algodón para mullir los muebles de la casa del campesino, pero en su huella nos queda otro sentido. La casa que describe Bonó en el capítulo II de su obra, no es la de un campesino, sino la casa señorial donde en el dormitorio alguien está tirado en un colchón que puede estar relleno de hojas de plátanos. Por lo que las hojas del plátano servían para acomodar el cuerpo del señor, es decir, el patrón de la peonada. Esto demuestra una vez más el igualamiento de las clases en lo que todos eran iguales en la pobreza (“Novelas”, 983).
La ingesta de un montero podía ser de una libra de carne y dos plátanos al día. Estos también podían acompañarlo con huevos, como dicen Galván que comían los indios en el siglo XVI (“Enriquillo” X, 989). El plátano era entonces un alimento que correspondía a una economía de subsistencia. No se tenía que invertir nada para obtenerlo. Sólo se iba a buscar en el conuco junto a las legumbres que se necesitan para la comida del día (X, 990).
Galván describe la comida de los alzados en el Bahoruco, y ya dice que comían plátanos y asocia este producto a los huevos de aves y a la jutía. Interesante que para el autor, la musaca se había extendido en pocos años del Norte al Sur de la Isla. (Galván, VI, 484).
Por otra parte, en “Baní o Engracia y Antoñita” el plátano entra en el discurso identitario. Queda asociado a Haití, a los rayanos como gente que no tienen buenas costumbres en la mesa. Es una referencia que puede llevar al discrimen. Billini ve una otredad en el personaje, para mayor identificación, Musié, por ser habitante de una zona fronteriza, y que no tenía buenas costumbres en la mesa. La base de la composición grosera era el plátano y algunos pedazos de carne (“Novelas”, II, 238).
Es en “La alimentación y las razas”, de José Ramon López, que el plátano pasa de lleno al sistema significante de la identidad del dominicano. Y lo hace por la vía negativa. Al intentar realizar una relación entre la alimentación, el cuerpo saludable y el futuro de la Nación. En López la idea de que no se puede hacer una nación con una sociedad de ayunadores (Fornerín, 2013) queda instalada en la cultura. Esto es así porque en la novela “La devastaciones” (1978) de Carlos Esteban Deive aparece un diálogo en el que compara la alimentación de los de abajo que luchan contra el gobernador. Se dice que el bando en el poder está bien pertrechado. El personaje se pregunta qué comemos nosotros y él responde: plátanos fritos, ñames y coco (310). De lo que podemos colegir dos cosas: primero, que los del poder tenían de todo, y estaban para bien alimentados para la lucha; mientras que el pueblo llano se resolvía como podía. Segundo, que el plátano aparece como la resolución al problema alimenticio que tuvieron los de abajo. La novela trata de mimetizar la vida y la política en el siglo XVII.
Luego López, en “La paz en la República Dominicana”, cambia su discurso y denuncia la situación alimentaria del trabajador dominicano. Aunque mantiene la idea de que el campo dominicano funciona bajo relaciones cuasi-feudales: “Esos diez hombres trabajan, obligados, en las tierras le cosechan, le hacen todas las operaciones del cultivo sin más remuneración que la comida, de plátanos o de batatas. Completamente esclavos.” (III, 17).
“La sangre” (1913) de Cestero es una de las novelas que más referencia hace a las costumbres y a la alimentación de los dominicanos. No le faltó razón a José Ramón López para llamarla a principios del siglo XX, como la verdadera novela dominicana.
La alimentación al mediodía de un estudiante del Colegio San Luis Gonzaga consistía en “un plato de sopa, en el cual nadan fideos, y otro de plátanos salcochados, arroz y frijoles colorados, y entre días, carne guisada, completándose en éstos el denominado bandera nacional, y como postres dos guineos…” (“Novelas”, 57).
En fin, el plátano fue recorriendo en el siglo XX los caminos hasta convertirse en un símbolo de identidad de los dominicanos.