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Hoy día, en cualquier libro o tratado de educación podemos encontrarnos con expresiones como ésta: “los docentes son imprescindibles para mejorar el aprendizaje de los estudiantes, para incrementar la calidad de la educación y para desarrollar la sociedad del conocimiento”.
Como bien lo expresara el doctor Álvaro Marchesis, secretario general de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI): “La calidad de la educación de un país no es superior a la calidad de su profesorado”.
De ahí la prioridad que la mayoría de las reformas educativas otorga al fortalecimiento de la profesión docente.
Vistas así, las propuestas para mejorar la situación del profesorado deben basarse en enfoques contextuales e integrales en lo que se tenga muy en cuenta todos los factores que contribuyen a facilitar el trabajo de los docentes.
Las responsabilidades de los sistemas de instrucción pública o privada se han multiplicado como resultado de los cambios en el mundo laboral. Hay ciertas ocupaciones que demandan para su ejercicio un nivel académico cada vez mayor, con la cual aumenta la distancia entre los que disfrutan de altos niveles de conocimientos y los que no.
Justo ahora cuando empezábamos a asimilar la extraordinaria revolución provocada por la informática en todos los ámbitos, Internet irrumpió como un nuevo salto en el tratamiento e intercambio de información.
Mejorar la calidad de la enseñanza y enseñar mejor continúan siendo los principales motivos de la educación.
Las formas tradicionales de enseñar sirven menos cada día porque la sociedad y los alumnos han cambiado y porque se han multiplicado los lugares y los sistemas para acceder a la información y a las posibilidades de intercambio y de comunicación.
Al igual que muchos otros países de la América Española y el Caribe, la República Dominicana recurrió, hace ya más de un siglo, al perfeccionamiento docente como una forma de compensar las insuficiencias de la formación profesional inicial de los maestros y profesores en ejercicio.
Pero, a través de ninguno de esos intentos logramos alcanzar lo que nos proponíamos, a saber: Por la carencia de buenos maestros fracasó la reforma de la educación emprendida aquí por el educador puertorriqueño Eugenio María de Hostos a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX; se frustraron los intentos de reforma de Julio Ortega Frier en plena intervención yanquis de 1916-1924; colapsó la reforma impulsada por Pedro Henríquez Ureña 1931; lo mismo sucedió con la emprendida por la Misión Chilena de 1940; y con la iniciada por Joaquín Balaguer a principios de los años 50.
Los gobiernos dictatoriales de Rafael Leónidas Trujillo Molina no lograron darle una adecuada respuesta a la necesidad de que el Sistema Dominicano de Instrucción Pública pudiera disponer de un número suficiente de recursos humanos calificados para cumplir con idoneidad el desempeño de sus funciones.
Los principales gestores de la enseñanza de esos tiempos no alcazaban a entender que la calidad de la educación de un país no podía superar la calidad de sus docentes.
Al final de la dictadura de Trujillo apenas un 4% de los docentes en servicio estaba en posesión de un certificado de maestro normal o de un título universitario.
Y no fue hasta principios de los años 50 del pasado siglo 20 cuando fueron creadas las primeras escuelas normales superiores: la Félix Evaristo Mejía en la ciudad de Santo Domingo y la Emilio Prud Homme en la ciudad de Santiago de los Caballeros.
Pero, los programas de formación y capacitación de docentes de esas dos escuelas no propiciaban innovaciones relevantes en la práctica docente ni en la aplicación de nuevos conocimientos.
Con el advenimiento de las libertades públicas, comenzó a vislumbrarse como objetivo a corto plazo el proporcionarles formación y titulación especializada a todos los maestros en servicio.