El pensamiento marxista soñó la utopía de una sociedad sin lucha de clases donde el Estado desaparecería. El marxismo en su versión absolutista y militante ha desaparecido, el Estado sigue ahí haciendo gala de su potestad soberana.
Advertencia: Esto no es política ni sociología. Es poesía. Pero lleva ingredientes de ambas.
El Estado lo componen los ciudadanos de una demarcación o un territorio. Cada ciudadano es más importante que el Estado, porque puede existir una persona sin Estado, pero no puede haber un Estado sin ciudadanos. El Estado lo componen personas y necesita de ellas para existir.
El Estado se dejar ver en la Biblia como una necesidad que surge como resultado de la caída. Como la manera más apropiada, dentro de la corrupción humana, para que los individuos vivan con cierto nivel de orden y organización. Es una instancia surgida tras la búsqueda del hombre de seguridad, estabilidad social y apoyo individual y colectivo. Para funcionar requiere jerarquía y autoridad, poder y fuerza. Ejercer la violencia para garantizar el orden es una de las prerrogativas del Estado. Por necesidad les hemos concedido a este aparato social y político la administración del poder y de la fuerza. El Estado administra mi dinero, mis bienes y el de los demás.
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El Estado es un monstruo engullidor y voraz, con fauces de unas honduras infinitas e insaciables, que todo lo aglutina y absorbe; incluso, a sus propios ciudadanos. No tiene piedad ni sentimiento. Como dijera Emilio Castelar en una ocasión, el Estado no tiene religión… no se confiesa, no comulga, no se muere.” Como dicen aquí popularmente, “el Estado no agradece ni guarda rencor”.
La vocación dominante del Estado es su propia grandeza. Quiere poseerlo todo y a todos. Es una fuerza sinuosa e indetenible que gusta expandirse sin el control de nadie. Crecer sin límites es su determinación más perenne y firme. Tiene inclinaciones soberbias y descabelladas, enciende guerras y provoca conflictos para luego, con la firma de tratados y armisticios, pavonearse de su carácter conciliatorio y pacifista.
Califique al Estado como usted quiera: monstruoso, absolutista, despiadado, democrático, indolente, malvado, criminal, comunista, liberal o ateo, pero lo peor es la ausencia del Estado. El pensamiento marxista soñó la utopía de una sociedad sin lucha de clases donde el Estado desaparecería. El marxismo en su versión absolutista y militante ha desaparecido, el Estado sigue ahí haciendo gala de su potestad soberana.
El Estado democrático y de derecho se deja percibir tan etéreo, abstracto y contradictorio que muchos de sus ciudadanos aprovechan su libertad y su derecho para exigir y promover el advenimiento de un Estado encarnado en un hombre, en un dictador, un benefactor como si el estatismo personalizado fuera la solución a todos los problemas.
Por eso, el Estado, el alma del Estado, sí que tiene alguna, debe de ser más personalizada y cercana, más abierta y participativa, más sensible, más palpable y creíble. Pienso que el sostén de la democracia son los partidos políticos y sus gestores, pero ellos son los primeros que se inclinan serviles ante la majestad subyugante del Estado. Creen que el Estado es un feudo que le pertenece por honor y derecho. Los políticos buscan enajenar el Estado y darle la forma de sus vicios, medran en su frágil grandeza, y terminan esfumándose en el nimbo y en el vapor de sus nubes.
El Estado guarda muchos documentos y archivos variados. Pero no tiene memoria afectiva. Es abrumador, todos los son, los Estados capitalistas, los comunistas, todos son esa grandeza desconcertante donde muchas veces el ciudadano como tal desaparece y se convierte en una pieza más de su andamiaje. Es una máquina, un tropel indetenible y en desenfreno que aplasta, que atropella. Es un control social y político que apabulla, disloca y desestabiliza a ciudadanos, a muchos los arrastra a la locura, al suicidio, al abandono que conduce a la desaparición y la anomia.
Con una gigantesca y pesada pinza dentada, el Estado muerde y aplasta. El Estado oprime y reprime, exalta y derriba. Nos controla, nos pone sus tareas y nos obliga a cumplirlas. Nos vigila y nos representa. Nos cobra y nos impone. Habla por nosotros y compromete nuestro presente y futuro. También se da el lujo de dejarnos hablar y se toma la prerrogativa de escucharnos o no. A veces se extralimita en su poder y nos manda a callar. A veces para siempre.
Hay Estados ateos, teocráticos, de bienestar, liberales, fallidos, hay narco-Estados. Es omnipotente, y como si fuera Dios, se siente dueño del tiempo y del espacio. Es una realidad necesaria y espantosa al mismo tiempo. El eco de Luis XIV resuena en sus oídos y deliran en su conciencia: “El Estado soy yo”. Pero el Estado también como fiera indomable se traga a sus domadores. Las muchas y repetidas tragedias no han sido suficientes para que los hombres aprendan las lesiones, y cada vez son más los que apuestan todo, incluso su vida, al poder y al control del Estado.
La configuración del Estado en el Antiguo Testamento, específicamente, fue una permisión de Dios, a pesar de que Él quería otro modelo, la petición del pueblo de Israel respondía a la vana seducción de grandeza de otras naciones que tenían reyes y figuras de opulencia con ostentación de poder y supremacía.
Israel tenía una forma de gobierno en la que la expresión del Estado tenía un bajo perfil, no era tan vertical y erguida, era más flexible, cercana y horizontal, pero el pueblo quería los símbolos y la encarnación del poder, quería el Estado que reclama reconocimiento y pleitesía, el Estado soberbio y exhibicionista, el que alimenta vanidades y utopías, el que enardece y oprime las masas. El Estado populista que exacerba el nacionalismo y delira con la opresión.
El Señor Jesucristo se manejó ante el Estado con prudencia y cautela, en ocasiones con cierta indiferencia para que fuera la misma instancia del Estado que se explicara: Al César lo del César. Su misión no consistía en evadirlo, pero tampoco enfrentarlo desde su propio terreno y realidad. Su premonición escatológica fue que al cumplirse el tiempo se derrumbaría, y que en el propósito de su Padre estaba un día pulverizarlo para siempre y abrir los tiempos a la consumación de un modelo nuevo: El Reino de Dios.
El Estado no es eterno como algunos lo suponen y valoran. El profeta Malaquías previó su final con elocuente y esperanzadora sentencia: Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies, en el día en que yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos (Malaquías 4:2-4).