Las muertes en disputas por el control de los puntos de drogas esparcidos a lo largo y ancho de la geografía nacional son, desde hace tiempo, cosa común y corriente, tanto así que ya las consideramos como algo “normal” que ya no espanta ni sorprende a nadie, ni ocupa demasiado espacio en los periódicos.
Esa normalización ha sido la peor respuesta que, como sociedad, podríamos darle al problema del microtráfico y sus violentas secuelas, entre las que hay que incluir los daños colaterales, es decir las víctimas de esos enfrentamientos que simplemente lo fueron porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, muchas veces en el frente de sus propias casas.
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Pero así están las cosas en este país. Y si juzgamos por el poco esfuerzo que se hace desde las políticas públicas para cambiar esa realidad, así seguiremos sabrá Dios hasta cuándo. Por eso casi nadie se acuerda de esos muertos, ni se tiene claro cuántos son ni cuáles eran sus nombres, simple y sencillamente porque de la normalización, de aprender a convivir con la violencia que generan las disputas por los puntos de drogas que son parte del paisaje de nuestros barrios, hemos pasado a la insensibilidad mas absoluta, pero también mas inhumana.
Ojalá que esa historia, a la que hay que agregar la tolerancia cómplice de una autoridad que desertó de su responsabilidad cuando el problema era manejable, no se repita en el caso de la muerte a balazos de Bryan Encarnación, de 32 años, en un hecho que la Policía atribuye a una disputa por el control de un parada de motoconcho que opera en el kilómetro doce de la carretera Sánchez. Puede ser otro síntoma de la violencia gratuita y viciosa que brota, como la pus, de una sociedad enferma, pero también una señal a la que debería ponérsele atención, ahora que estamos a tiempo, antes de que descubramos demasiado tarde que las paradas de motoconcho se han convertido en otra fuente de conflictos y discordias capaz de sacar lo peor de nosotros.