Cuando Jorge Alessandri era presidente de Chile, iba a pie de su casa a La Moneda, sede del Ejecutivo. Chile, entonces, era elogiado como un país con un sistema democrático estable, donde se respetaban los derechos y se cumplían los deberes sin la intervención de otras fuerzas que no fueran las que mandaba la Constitución.
En esos tiempos, Salvador Allende Gossens, un médico chileno, aumentaba su prestigio político y se abría paso hasta llegar a la Presidencia de Chile por votación popular, luego de varios intentos. En Sudamérica se esperaba que en cualquier elección futura el senador Allende resultaría elegido a la Presidencia, como en efecto.
Las fuerzas que mantienen el continente en la condición de subdesarrollo que sufrimos, las mismas fuerzas que se adueñaron de las minas, de los bosques y de otros recursos naturales, iniciaron una campaña contra ese gobierno que surgía con ideas frescas y planteamientos sobre la necesidad de que la riqueza del país fuera explotada por chilenos, para beneficio de Chile.
Un amigo mío, que trabajaba para la Agencia Central de Inteligencia, cumplió con el deleznable papel de mentir, inventar, crear situaciones inexistentes para minar las bases del Gobierno de Allende, al cual se le vetó porque quería mantener relaciones diplomáticas, políticas y comerciales con todos los países. Ese “pecado” le fue enrostrado como si se tratara de una herejía.
El primer pecado de Allende fue gobernar pensando primero en Chile, segundo en los chilenos, desde los huasos hasta los tutumpotes y, finalmente, apostando a un nuevo modelo de distribución de las riquezas.
Ante ese crimen se unieron fuerzas que compactaron su maldad, su intransigencia, su debilidad y emplearon a políticos liberales, sectores importantes de la Iglesia católica y conspiraron, asesinaron y limpiaron el camino a militares dispuestos a implantar, como lo hicieron, una tiranía que se sumergió en una orgía de sangre de gente cuyo “pecado” era querer vivir sin ocultar sus deseos, sus aspiraciones, como decía José Martí “de cara al sol”.
Lo que se juega en Chile, hoy día, es la definición de la encrucijada que muestra si un régimen es democrático o es cualquier otra cosa: el respeto a la voluntad popular manifestada en las urnas electorales.
Todas las trampas jurídicas y políticas que facilitan desplazar un Gobierno con la complicidad constitucional, es un golpe de Estado encubierto, un desconocimiento de la voluntad popular, aunque lo llamen plebiscito. No inventen, Chile lo que quiere es seguir su propio rumbo, como pedía FD Roosevelt “vivir sin temor”.
Que los yanquis no se metan y que los guardias guarden sus espadas, que no sean soldados de ocupación de sus propios países. Amen.