Al igual que la carta enviada al presidente Luis Abinader por el exprocurador Jean Alain Rodríguez, en la que denunció que el imputado en el caso Odebrecht Ángel Rondón tiene intenciones de asesinarlo, la procuradora Miriam Germán debió ser de las últimas personas en enterarse del contenido de la que le dirigió la fiscal del Distrito Nacional Rosalba Ramos, en la que esta se quejó del acoso laboral del que dice ser víctima de parte del director de la Inspectoría del Ministerio Público.
Y no podía ser de otra manera porque su propósito, en ambos casos, fue el mismo: convertirse a los ojos de la opinión pública, la verdadera destinataria de esas correspondencias, en víctimas de un abuso de poder, condición que les permitiría convertir el encono público en simpatía o, cuando menos, en conmiseración.
Si funcionó o no la estrategia solo podría decirlo quien haya medido las reacciones, pero al ojo por ciento cualquiera pudo darse cuenta de dos cosas; que el papel de víctimas no le cuadra a ninguno de los dos, y que la corriente de antipatía que generaron desde su función pública sigue fuerte.
En el caso del exprocurador, a quien el mal rato que pasó cuando se le impidió viajar a los Estados Unidos recordó que las amenazas de Rondón no es lo único por lo que debe preocuparse, ese rechazo fue evidente.
Y en cuanto a la fiscal del Distrito Nacional, el hecho de que tanta gente le recordara que llegó al puesto gracias a un concurso denunciado como amañado lo dice todo. Pero como medio mundo se enteró primero del contenido de esas cartas que sus supuestos destinatarios, a nadie debe sorprender que sin necesidad de ponerse de acuerdo estos hayan decidido darlas por no recibidas y abstenerse de responderlas.
Eso parece completar el fracaso de una estrategia que, más allá del alboroto mediático que provocó, solo sirvió para demostrar que la desesperación es tan mala consejera como su asesor de comunicación. ¿Será el mismo?