Aquel martes 31 de marzo de 2020, año del distanciamiento, tus dedos se aquietaron, el teclado quedó en silencio. Los sueños de infancia y la niña del río, con su carga de vida y esperanza, y las mariposas que revolotean en su cabello de sol y agua continúan con tu canto en las faldas de las montañas de Constanza. En los albores de una pandemia mundial, nosotros, los amigos de siempre, en tu partida sin adiós nos quedaron rotos los corazones.
Los acordes, registros, voces e instrumentos, los aporta un desfile rutilante de intérpretes de nombres sonoros como Flora Purim, Anita Baker, Luis Eduardo Aute, entre otros y otras, más la Pereyra, Patricia inmensa en su grandeza y en la grandeza de su voz, en la matización de los registros altos y en los bajos nasales que se asientan inaudibles, para que las palabras inicien su lento vuelo desde la nebulosa, desde el cansancio tedioso del reloj del escribidor que no tiene ganas de escribir y se refugia en el andar de mariposa grande por el mundo, que le presta sin intereses el bueno, me dice Pastor de Moya, para dejarnos no solo música, como pretende el escribidor, sino el delirio, la herencia delirante de la poesía desde la prosa, donde el lenguaje es el peregrino errante entre voces internas, en la eternidad de un tiempo y espacio que se curvan en lo metafísico, pertenecientes tanto a ella como a él.
Queda la música es una novela sin acción, o dicho de otra forma, aproximándonos a su función orgánica, una novela donde los personajes ponen en acción al lenguaje, a la palabra, al decir, ese retruécano verbal del ser y no ser, porque el viaje, que es de ida y vuelta, lo aporta el escribidor, quien se encarga de hacernos saber, y hacerle saber a ella, que vive en sus dedos, que son ellos los que escriben, diseñan y construyen el paraíso perdido, ella, con su sexo de manzana y sus sueños con la llegada de su Adán, cabalgando en los deseos o él dejándose seducir, desde la distancia que marca la serpiente, dulce ponzoña, en un espacio urbano con referentes melódicos y una nostalgia agraria que respira y transpira olor a semen y a ardientes lenguas concupiscentes.
El lector entra y sale del torrente de palabras, abriendo y cerrando puertas y ventanas, siempre en una tipografía Times new roman, en negrita, a once puntos, que puede, por ejemplo, encontrar claves y contrapunteos, referentes que «pasean» por otros universos literarios, aportando al personaje principal, a F. (Florentino Ariza), obras que marcaron el subconsciente del escritor, como en Me alquilo para soñar (“pero no contigo, rey” en un sueño que termina con la demanda de un beso tropical, carnoso, lechoso y dulce, como tiene que ser, una sed de níspero maduro llamada a calmar la ausencia en una mujer que termina «internándome en las calles, vagando por el día como perra sin dueño».
Andar de mariposa es, como en los ríos que bordean las cinturas geográficas de las ciudades, el barrancón desde donde uno se lanza, no para levantar vuelo, sino para zambullirse música adentro y, con las luces y sombras de las palabras, explorar los archivos, memoria verbal del escribidor, memoria rítmica, memoria olfativa que teje desde las asociaciones lingüísticas y una propuesta semántica de asombro y amor.
Estas asociaciones son administradas, a veces, con sentido del tiempo y de la historia, desde la literatura o desde la sociología o la política, y las más de las veces, desde el cancionero universal de la música, pero no en el texto, en el poema, sino en lo auditivo, en el juego mismo de las palabras, en las referencias, en los chistes sonoros y en el inventario de ese lenguaje del solar, del vecindario, que más que idea, comunica imágenes, como en “¿Se pueden decir malas palabras aquí?:
«Te tengo ganas, moreno.
Espero que cuando me agarres, me quemes, como los toros.
Dime que te cuente lo que yo vi una vez con uno de los novillos de mi papá.
Me quemas, me enciendes, me matas.
En realidad, hubo que durar semanas curándole la piel a la novilla, después de que el torete errara el tiro».
Naturalmente, un lector o lectora de la sociedad virtual, dada su escasa memoria telúrica, no conoce el decir rumboso y cumbanchero del solar, del vecindario, y mucho más distante le queda el potrero y el corral, con su chiquero, por tanto se le hace difícil convertir —desde su limitado código vivencial— esas ganas animales de «tirarse al moreno», en la imagen gráfica y milenaria del toro, del dios Toro, la semiótica del toro que incendia y quema las nalgas de la novilla, en la madrugada hecha rocío, sobre la hierba de guinea o verde pangola, y que esta mujer simboliza en su deseo sórdido por ser poseída con la fuerza y la vitalidad salvaje de un animal sexual potente, cautivo en los salones de su mente, dotado de un pene descomunal, hecho a la medida inconmensurable del sueño urbano de esta mujer agraria.
Paraíso e infierno, sueño y locura, lujuria y pasión se dan cita en una mujer y un hombre (Florentino) que se reinventa en un escenario donde se disfruta lo dulce y lo amargo, el dolor y el amor, los encuentros y los desencuentros, porque ella y él sufren tanto o lo mismo, a pesar de que se asume como «[…] punzante y hermoso este dolor de no encontrarte […]», para proclamar con desenfado: «te extraño, araña. ¿Me vas a llamar?». Eso lo piensa y lo dice una mujer que está en copas, en flores y besos desde los contornos de una botella, bebiendo perramente, perdida en la noche, desde los efluvios de sus deseos amarrados a la soledad de una habitación al otro lado de la ciudad, donde el hermano-marido-concubino no termina de encontrar la palabra precisa, única para proclamar ese amor, a pesar de la sopa de palabras «dulces, limpias, redondas, llenas de música» insuficiente en sí misma -en ausencia de esa palabra única- para expresar «lo hermoso que ha sido navegar con su remo esta mañana». ¿Hacia dónde? ¿Hacia ella? ¿Hacia el pie izquierdo de esa mujer, para besarle las puntas de las uñas?
Tanta pérdida de tiempo por una mujer que se confiesa itinerante, loca, pánfila, malvada y feliz.
Ella es quien pone la música, pero no se queda con las letras; las «ventea», las lanza al viento. De ella, esa fiera enjaulada, de esa mujer perruna es la melodía, el lenguaje cumbanchero, bullanguero y suburbano. El poema, los pelos y señales, los versos los aporta la memoria musical del lector. Así, como quien no quiere los títulos, te encuentras con la Yiyiyi: ¿Qué te pedí?, y a partir de ahí te puedes detener en la lectura y reconstruir la nostalgia de la postdictadura, de antes y después de la guerra, hasta llegar, sin que te hayas cortado la yugular con una gillette —entonces de cinco centavos—, hasta el pequeño gigante, Armando Manzanero y su buque insignia: Adoro.
Los entre títulos son el más bello entresijo de esta novela o los títulos de estos poemas que se erigen como la voz y la conciencia de un amor en tiempo imposible (tal vez por la cólera de ella frente a la indecisión de él) que no dio con ella ni en Brescia antes de que cantara el gallo tres veces, y uno palpara en la piel y en el contraste que el asunto de la música no era eterno, que se veía venir, que se iba acabando la música en ellos, aunque la música quedaba como el gran escenario de la tragedia, de la irradiación de la anulación, de un hombre en fuga y de mujer plantada, anclada en la única soledad posible, la de escribirse y deletrease sola.
Crucificada en las palabras y con el sexo incendiado por el deseo, el monólogo que la hizo olvidarse de sí misma, amarrando su existencia a él, que no alcanzó a encontrar la palabra precisa, y como dice la canción, “la sonrisa perfecta”, esta mujer plural se suicidó, ahogándose en un mar de palabras, de cachondeos y de una espera incierta, llevada de mano del escritor René Rodríguez Soriano, con ese lenguaje de encantador de serpientes.