Se parece a Rosa, comentó la hermana de la Caridad cuando miraba la transmisión de la juramentación del presidente Hipólito Mejía ante la Asamblea Nacional, en el 2000.
Y era Rosa, la mujer que visitaba enfermos, llevaba juguetes y medicinas a niños desvalidos, consolaba ancianos, entraba en las casuchas de la miseria para intentar paliar las necesidades ajenas.
Se parece a Rosa y era Rosa, la que asistía a misa, retiros, repartía y acompañaba.
Nunca hizo alardes de nada en el grupo y cumplía como las otras. Sin decir, sin importunar, con esa prudencia que fue señal de identidad hasta su muerte.
Rosa Altagracia Gómez Arias, sin el Eulogia, como advierte su sobrino Pablo Ignacio, fue la primera en presidir el Despacho de la Primera dama-DEPRIDAM- creado mediante el decreto 741-00.
El Despacho, satanizado por la narrativa oportunista y populista, no fue una invención ni una concesión a la esposa del presidente, obedeció a lo establecido en el Foro de Esposas de jefes de Estado y de Gobierno celebrado en Panamá – 1997-.
El objetivo era “servir de agente promotor de programas y proyectos que den respuestas a las necesidades del sector educación, mujer, familia y desarrollo social sostenible”.
Trabajó para lograr el objetivo desde el primer día hasta la creación del Museo Trampolín, legado de su gestión.
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Trampolín, destinado a la educación de la infancia, a preservar la cultura dominicana, rescatar su identidad, sensibilizar sobre el cuidado del medio ambiente…”.
Y ahí, en la Casa de Bastidas, en su Museo, recibió el llamado para partir al infinito Sagaz, entrañable, con tanta fuerza y luz tras su aparente mansedumbre. Porque su poder no estaba en la estridencia sino en la cautela.
Influía sin abusar, con donaire y certezas, con equidad y tino. El poder de doña Rosa estaba en su discreción, en esa capacidad para observar, tener y defender sus propios altares.
Sabía cuándo callar, usaba el silencio como arma, pero cuando decía era contundente. Estaba al tanto de todo, identificaba perfectamente a los portadores del veneno y de la injuria.
Lejos de la vanidad era coqueta y sus gestos revelaban una picardía que supo administrar hasta para disimular un imprudente temblor en las manos que no la intimidaba.
Mientras ostentaba la condición de primera dama, venció la frivolidad capitalina que pretendía sumarla a la pasarela de lo insignificante. Ella, tan digna siempre, con su actitud ratificaba su estirpe.
Demostraba la entereza de la ruralidad honorable, esa de anafe con principios, la que se forja a la sombra de anacahuitas y amapolas, conoce las señales del rio y sabe interpretar el cantío del gallo.
Mi último intercambio con ella fue a través de un mensaje de texto luego de una inolvidable jornada en su casa, gracias al empeño de Pablo Ignacio. El encuentro permitió reafirmar su talante, su condición de anfitriona insuperable.
También disfrutar sus recuerdos, comprobar cuanto le indignaba el agravio inmerecido, porque repudiaba las traiciones como encomiaba la lealtad. Su despedida confirmó que además de querida, Doña Rosa fue tan respetable como respetada.