No son pocos los novelistas que han contribuido a que se crea que el autor y el narrador de una novela sean idénticos. Recuerdo, para ilustrar lo que precede, la conferencia “¿Qué puede y no puede la literatura?” dictada por el laureado novelista portugués José Saramago en febrero de 2001 en el auditorium del Banco Central de Santo Domingo.
El Premio Nobel de Literatura 1998 hizo la salvedad de que se trataba de una charla improvisada que no estaba exenta del riesgo que corre este tipo de ejercicio.
La excusa es válida. De improvisada solo tenía que no era leída. Por más digresiones que tuviera mantuvo en vilo a todo el auditorium durante algo más de una hora. En realidad, se trataba de una conferencia itinerante que los reconocidos por la Academia sueca tienen en carpeta para darle la vuelta al mundo exponiendo sus opiniones e ideas sin titubear amparados por la seguridad que proporciona ser Nobel de Literatura.
“Lo que puede y no puede la literatura”, sin embargo, no pareció preocuparle a los que formularon preguntas, todas se referían a aspectos personales e incluso íntimos al novelista portugués: si creía o no en Dios. A mí, en cambio, me llamó la atención la equivalencia que hizo Saramago entre narrador y autor. Tema archi debatido y, no obstante, recurrente.
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Un debate siempre abierto. Resulta difícil separar al autor, el que escribe físicamente una novela, del que la narra. Para lograr hacerse una idea clara de la diferencia entre ambos hay que jugar el juego al que nos invita todo texto de ficción, es decir, establecer un límite entre la realidad y el mundo que crea la literatura. Lo que ella puede, para tomar el hilo de la conferencia de Saramago.
Para un lector naïf, la voz del relato en cualquiera de las personas narrativas, singular o plural, es obligatoriamente la del autor. Lo es, a su entender, porque está leyendo lo que ese autor escribió. Contradecirlo sería inútil a menos que se establezca otro personaje de ficción, es decir, al que el narrador se dirige o le cuenta su historia.
Si el autor no es el narrador es porque este no le cuenta al lector. Entonces ¿a quién? La respuesta la dio hace ya un tiempo el comparatista estadounidense Gerald Prince en un ensayo titulado “Narrador y narratario”. Este último es un neologismo que alude al “destinatario”, al que está destinado un mensaje, una carta o un relato, una historia coherentemente concebida y narrada y con su propia lógica.
Solo en la autobiografía y en las memorias podría admitirse que el autor y el narrador sean una misma persona. Nadie puede refutar que el que cuenta en Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau no sea Rousseau, pero hay que ser muy ingenuo para pensar que numerosos artistas y políticos famosos son los autores de sus autobiografías y/o memorias. En este último caso se presenta un ejemplo tangible de que el narrador y el autor son diferentes. A los narradores imperceptibles de este tipo de obra, en literatura se les llama Ghostwriters o “negros”. Una especie de remembranza de los tiempos de la esclavitud cuando los negros esclavos se morían trabajando para que sus amos se llevaran la gloria.
En la literatura, sobre todo en los textos llamados realistas, la cosa es más sutil. Una novela en primera persona puede lograr que se identifique al autor de la obra con el narrador. Como si se tratara de un testimonio cuando no es más que un artificio.
Ahora bien, al ese autor concebir su texto crea también su narrador optando por una de las diferentes voces narrativas. Ese personaje que cuenta no le cuenta entonces a un lector real, de carne y hueso, sino a otro ficticio, como él, llamado narratario.
Un texto de la literatura clásica española como El Lazarillo de Tormes, en guisa de ilustración, es de autor anónimo, desconocido, pero tiene un narrador, Lázaro, que es de la ficción. La literatura universal está llena de este género de ejemplo.
El narratario no es pues el lector. En el mundo real se establece una relación autor-lector. En el de la ficción: narrador-narratario. Estas relaciones se activan en dos momentos diferentes: cuando se escribe y cuando se lee la obra. El escritor, dijimos, crea su narrador y este, a su vez, le cuenta a un destinatario que no conoce ni se imagina quién será. En el mundo real la relación con el lector se establece únicamente cuando se lee la obra. Un lector puede leer más de una vez una novela, pero el narratario de esa novela siempre será el mismo, que no se hará un juicio fuera de ese universo cerrado y al mismo tiempo abierto que es toda obra de arte.
El debate autor-narrador ha preocupado incluso a los novelistas mismos. Italo Calvino lo plantea en Si una noche de invierno un viajero, un texto en que dos lectores se asocian para buscar al autor de una novela que lleva el mismo título y es esa búsqueda es la historia de la novela Si una noche de invierno un viajero. Los detalles no vienen a cuento.
Otro ejemplo es la novela de Laurene Sterne, Vida y opiniones del hidalgo Tristam Shandy The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman, en la que el narrador comienza a contar su historia desde que estaba en el vientre de su madre. Una explicación huelga…
Cuando un escritor, José Saramago o cualquier otro novelista reconocido, afirma que no hay diferencia entre el narrador de sus novelas y él mismo es porque ese autor parece no jugar el juego de la ficción. No lo juega porque sabe que toda novela, hasta la llamada histórica, es ficción.
Carlos Fuentes en Las Cartas del Boom (Barcelona, Alfaguara, 2023, p.125), le escribe a Julio Cortázar: “Quiero que leas mi nueva cosa, Cambio de piel. Es curioso hasta qué grado algunos libros se escriben pensando en un interlocutor ideal e invisible; mientras redacté ese libro, tú cumpliste esa función: E for Effort, ¿no?”.
Este podría ser otro ejemplo para ilustrar cómo un escritor concibe no solo a un receptor invisible sino también a un narrador imaginario para contar una historia a ese interlocutor eventual que podría poner de relieve que el autor no es más que el organizador de la historia que ese narrador relata.