Me ocurre siempre cada diciembre; momento preciso para hacer balances. El problema de este año es que la historiadora ha reemplazado a la mujer; y es la racionalidad histórica la que ha dominado mis pensamientos.
Reflexionaba sobre la situación mundial: guerras de poder. Rusia quiere el pedazo de pastel que siente que Estados Unidos y Europa le han estado robando. Putin quiere volver a la Guerra Fría de mediados del siglo XX, y su sueño es convertirse en el otro eje del poder mundial; olvidando que hoy no existe la bipolaridad sino la multipolaridad. Y de nuevo aparece el monstruo de la guerra, sin importar el daño que provoca en la sociedad. Miles niños ucranianos que han quedado sin padres, huérfanos de la vida, su futuro es tan incierto como el ataque que reciben de parte de los rusos. Todo porque su territorio es una especie de frontera entre Rusia y el occidente. ¡Maldito el destino que los hizo nacer allí!
Mientras todo esto ocurre en una Europa preocupada por las consecuencias de una guerra caracterizada por la timidez de la OTAN; y por los apoyos no decididos de los aliados europeos. Los ucranianos se han defendido como han podido; y claman por ayuda de todas las formas posibles.
Desinterés por Haití, a pesar del reclamo constante de las autoridades dominicanas, porque no representa ningún interés para las potencias, diferente cuando fue conquistada por Francia que entonces sí era importante para la metrópoli gala porque representaba más del 30% del suministro de azúcar. Ahora el país vecino es un pobre país a la deriva sometido por las bandas sin control. La resolución de la ONU no puede tildarse de floja, sino de vergüenza.
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Y pienso entonces en la historia. Inicio con la llamada historia occidental, centrada en Europa, y podemos constatar, que desde el inicio de los tiempos, el mundo se ha dividido siempre entre los débiles y los poderosos; entre los intereses imperiales y los sometidos; entre los soñadores y los realistas. Los clásicos griegos quisieron dejarle a la humanidad una visión nueva. Sócrates nos legó su idea de gobernar para el bien común; Platón, con el mito de la caverna que forma parte del VII libro de su obra República, explica cómo guiar a las personas al conocimiento, liberándolas de las ataduras de la caverna. Aristóteles nos enseñó que la ética, expresado en su libro Ética a Nicómaco, en la que afirma que el fin del ser humano es hacer el bien. Pero los filósofos griegos eran defensores del bien y la ética, pero no enfrentaban al sistema esclavista que era el que estaba en vigencia durante sus años de plenitud intelectual y laboral.
Los romanos, ambicionados por el poder, y dominaron Europa, y arrasaron con los pueblos y pisotearon sus culturas e impusieron su dominio. Y fue tanta la ambición, que se resquebrajaron dejando después de años de sometimiento a Europa cercenada en mil pedazos.
Repuesto el continente de la tragedia Romana, llegaron los señores feudales que se hicieron dueños del mundo conocido y quisieron imponer sus reglas, dividiendo la sociedad en feudos, en propiedades donde ellos eran los dueños y señores. Las guerras por los poderíos no se hicieron esperar.
Después llegaron los burgueses, los que abogaban por el libre intercambio; donde no importaba el linaje, sino la capacidad de compra y venta. A partir del siglo XV este grupo creció y creció, aunque tardaron siglos en convertirse en los dueños. Primero fue la revolución en Inglaterra; luego la francesa. Y mientras se organizaban, llegaron los ilusos, los pensadores: los Locke, los Enciclopedistas franceses, los que llamaron por fin a los súbditos ciudadanos; y les otorgaron el poder de la soberanía. Y la sociedad pensó que por fin el mundo occidental conocido se guiaría por el deseo de la mayoría. El voto ciudadano, primero censitario y exclusivamente masculino le otorgó a un grupo de seres la categoría de ciudadanos y se sintieron con poder.
Pero la ambición volvió a traicionar, la gran Revolución Francesa nos regaló a uno de los peores actores de la Historia: Robespierre, responsable de miles de muertes de franceses que no compartían sus ideas. El sanguinario que se erigió en el poder en nombre de la República, llenando su paso por la historia de sangre, de mucha sangre. Y después, los sueños incontrolados del pequeño Napoleón, que quiso convertir a Francia en otro reino bajo su sello, intentando erigir una nueva aristocracia con vocación imperial. Por suerte para los franceses y el mundo, aunque se creían inmortales, sucumbieron a sus propios errores y la historia los enterró, y creo que no los absolverá.
El tiempo se ha agotado, seguiré con mis reflexiones en el próximo artículo.
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Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.