Por Bienvenida Polanco-Díaz
El abuelo paterno de Laura…
El abuelo paterno de Laura Comprés Rodríguez le explicó que cuando él era pequeño los días que componían la Semana Santa se consideraban sagrados, y esa creencia era la que regía la conducta de la gente. Cada persona sentía en su corazón que debía acompañar a Jesucristo simbólicamente en el dolor de su camino hacia la Cruz. Se decía que si alguien alteraba la paz de la Semana Santa, podía ocurrirle algo realmente malo.
–En Jueves Santo no se trabajaba, ni se jugaba –declaró a su nieta don Guillermo Comprés–. Y el viernes a nadie, absolutamente a nadie, se le ocurría ni siquiera coger una escoba, ni comer carne, ni cantar, ni bailar, ni alzar la voz. Como en una especie de acuerdo sin palabras, la gente se cuidaba de no provocar ruidos y se podía sentir cómo el silencio caía, como plomo invisible, sobre cada casa, en los patios, en las pequeñas calles y callejones, y aún en las carreteras. En Viernes Santo los pocos vehículos que había no transitaban. Aquellos días venerables pasaban suspendidos en el tiempo y tenían el poder de conjurar hasta a la misma brisa, la cual se iba espantada sin atreverse a asomar hasta el Domingo de Resurrección. Asimismo, los niños no nos atrevíamos ni a chistar; al igual que el viento, también la risa estaba prohibida e instintivamente cumplíamos los niños con nuestra parte en aquel ambiente paralizado, que tan extrañamente cautivaba a todos.
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–Pero hubo una vez –continuó don Guillermo– que a un hombre campesino se le ocurrió arar la tierra de su conuco* en Viernes Santo. El hombre tenía un perro que le seguía a todas partes y, como de costumbre, marchó detrás de su dueño, y así, ambos se dirigieron al plantío. Allí estaba el toro buey que arrastraría la yunta del arado, de pie e inmóvil. Era un animal grande y fuerte, tan quieto que parecía una estatua de cemento gris, envejecida e indiferente. Por encima de aquellos tres seres callados el cielo se ampliaba, pálido, mientras el silencio total se posaba en sus espaldas. Ni un solo sonido, ni calor ni fresco; sólo una inmensa calma amarilla que llegaba al horizonte. El hombre se colocó detrás del toro para iniciar la tarea y cuando ya tiene en la mano la collera, ve que el toro se voltea a mirarlo y le dice:
–Jefe, pero hoy no se trabaja.
Aterrado el hombre echó a correr tan rápido que sus pies le daban en el cocote.** Cuando sintió que no podía correr más, se arrima a una mata de cana para tomar aire. Entonces el perrito, que lo había seguido acompañándole en todo el camino, le mira y le dice:
–Eso es grande, oír a un animal hablando…
El hombre echó a correr de nuevo y hasta el sol de hoy todavía sigue corriendo…
*Conuco. Este vocablo proviene del habla de los indios taínos caribeños. Se registra su uso en Cuba y en República Dominicana
**Sus pies le daban en el cocote. Frase popular del español dominicano, por “Le llegaban a la nuca”.
Tomado del libro ‘Cuentos de miedo para niños buenos’. Autora : Bienvenida Polanco-Díaz, Editorial Santillana, 2017. Ilustraciones: Tulio Matos, Ruddy Núñez
Érase que se era en Semana Santa…
-‘’Érase que se era una vez y dos son tres’’, comenzó Pedro tomando su turno, ‘’que en un campito de la ciudad de La Vega llamado Cercado Alto de Burende vivían dos hermanos que se la pasaban discutiendo y peleando. Como nunca se entendían, muchas veces las discusiones llegaban a los golpes. Nacho y Ezequiel, que así se llamaban los hermanos, sabían que no debían pelearse en Semana Santa y sus vecinos y familiares les advirtieron de ello cuando se acercaban las fechas después del Miércoles de Ceniza:
-No se puede siquiera levantar la voz en los días que se conmemora la pasión de Jesucristo; si no, les puede suceder algo muy malo.
Al llegar el Jueves Santo, la familia de los dos hermanos junto a la mayoría de la gente del pueblo se dirigieron a la capilla para hacer la guarda de acompañamiento al hijo de Dios. Para los dos jóvenes, el reclamo a pelear era tan grande que decidieron irse a lo alto de una pequeña colina, en las afueras del pueblo. Ezequiel llevaba en la mano una gran piedra para infundir miedo a su adversario. Al llegar a la cima de la lomita, Nacho se colocó al lado del primer árbol grande que vio. De pronto, y también con la intención de impresionar a su contrincante, sacó del pantalón un puñal que brilló a la luz del sol y sosteniéndolo con fuerza, dio al tronco un tajo profundo. Entonces, espantado, echó hacia atrás llamando por su nombre al hermano mientras señalaba. Al acercarse el otro se quedó mudo de asombro al ver que del corte en el árbol !salía sangre!
Era un suave torrente rojo emanando sin pausa, espeso y brillante. Los dos jóvenes se miraron un instante a la cara abriendo desmesuradamente los ojos. A seguidas echaron a correr tan rápido como le permieron sus piernas y sin parada, hasta que llegaron a la iglesia. Temblorosos y atónitos lograron alcanzar la capilla colocándose en los primeros asientos que encontraron libres. Ya cerca de sus parientes, permanecieron en absoluto silencio, muy asustados y sin moverse mientras duró la velación cristiana. Desde aquel memorable día nunca jamás volvieron a discutir aquellos hermanos… Y fue muchísimos años después cuando lograron contar su extraña aventura.
-Tomado de ‘La voz de la memoria’ : Bienvenida Polanco-Díaz, Cefil, Centro de Estudios Filológicos, 2015. Santiago de los Caballeros.//