No fui amigo de René Rodríguez Soriano, debo aclarar cuando me dispongo a escribir algo que pudiese tener un tufo a panegírico o evocador. Pero, hay algo importante: su reciente deceso me ratificó la fragilidad de la existencia, que esto del estar aquí y ahora es un pisa y corre difuso. Ahora que se ha ido, noto que las pocas veces que me reuní con él, ineludiblemente fueron muy puntuales, atravesadas por contactos desenfadados y amenos. De René, francamente, habían cosas que me distanciaban: el aspecto generacional, -era mucho mayor que yo-, y que al principio me encontrara que su estilo, a la hora de contar, chorreaba mucha poesía y era poco ordenado y técnico, y a mí, eso me asusta y me resulta poco atractivo en la prosa. Pero reconocí en él, al buen tipo, el que sabe borrar la mala onda que siempre surge entre los escritores, y a un ser que amaba la literatura y para quien escribir era una forma esencial o como el respirar mismo. Se es más colega de quien ama la literatura que de quien se dedica a emborronar cuartillas por oficio. Y noté que René caía en el primer grupo.
Mirando los hechos a la luz de los recuerdos, ahora me doy cuenta de que con René Rodríguez Soriano estuve destinado a encontrarme en los sitios que yo más detesto: en una funeraria de la Lincoln (por la muerte del poeta Alexis Gómez Rosa), en una publicitaria (en los años 80 en su Módulo publicidad, en la ciudad de Miami, donde conversamos animadamente, más de su mudanza y lo pesado que había resultado, que de temas literarios) y en un ascensor, objeto que inutiliza el arte de dar pasos. Era René un Julio Cortázar en “versión criolla”. Caribeño seducido también por los nobles arpegios, por Miles Davis y Thelonious Monk. Lástima que esos dos gigantones, que eran Cortázar y René, no se conocieran. René le había seguido al hombre de Rayuela hasta en la estatura. Le había imitado y seguido el curso respirador en la escritura, y destilaba un aire de apacibilidad (como en el argentino) extraordinario. Desde el primer campanazo se mantuvo escribiendo en la misma tesitura. Lo deslumbró ese transitar libertario del argentino por la página, y soplaba en ese modo sin importar (cual osado trompetista) que estallaran los pulmones o los críticos. En eso era grande René, no tenía vergüenza en exhibir que le debía mucho a uno casi contemporáneo (a Cortázar), cosa que causa horror a cualquiera. Nadie, como dijo Borges,quiere deberle sino al que está más distante, y el contemporáneo es muy vecino.Eso sí, René destilaba similar pasión por la música que nació en las plantaciones y por el látigo del blanco: el blues y el jazz. La primera vez que supe del autor de “La Radio y otros boleros” fue por el cineasta y escritor Jimmy Sierra, quien me regaló un libro de él que me pareció estrafalario. Luego en una de mis andanzas citadinas me apersoné por su oficina localizada en la 27 de Febrero.Le dio un anuncio al poeta José Alejandro Peña para su revista Alcándara, de la cual yo era un pálido colaborador. Aprendió muchas cosas René desde temprano y ese tiempo en la literatura, y las hizo no con esmirriada elegancia: a andar en grupo o apandillarse como resguardo (junto a Raúl Bartolomé, Ramón Tejada Holguín, Juan Freddy Armando) y a ganar (en buena lid) algunos premios y menciones en concursos literarios en Casa de Teatro para pulular con cierto talante en la selva literaria de Quisqueya.
Cuando la cosa se le puso agria aquí, René se marchó de inmediato. Cogió el camino de USA o las de Villadiego. De esos que se fueron, su caso fue uno que yo nunca entendí. Patéticamente emblemático. Me lo imagino en la diáspora literaria luchando por un espacio, escribiendo para un público casi inexistente, reducido, o de variopinta especie: chicano, mexicano, hondureño, etc…. A eso nos exponemos los que hemos vivido en determinado tiempo fuera del país y en una nación donde el ser de la literatura en español está condenado al fracaso, a navegar siempre a contraviento y marea, sabiendo que no hay puerto posible, sino un futuro hundimiento. Me rompo la cabeza al pensar cómo René cayó en la trampa que caen tantos mortales dominicanos, de arriba y de abajo, de Guachupita y de Naco, de no aguantar los tiempos y las precariedades circunstanciales cuando se avecinan, y de agarrar los bártulos e irse a una edad en que para el hombre inmigrante el naufragio está al doblar de la esquina., y las tablas de salvación son inexistentes, precarias. La lógica del marcharse es incomprensible.
Al René dejar la media isla, uno se pregunta: si se fue el empresario publicitario o si se fue el artista, el escritor, el que se fue para buscar un bienestar. ¿Se fueron ambos? ¿O se fue para que ninguno de los dos naufragara? Creo que pesó lo económico, René emigró como muchos para poder llevar sin dificultades el pan a la mesa, para sentirse lo más cómodo posible a fin de mes para pagar las cuentas y mantener el sobresalto de sobrevivir a raya. Hace alrededor de un mes que me encontré con él en la recepción del periódico Hoy, casi a bocajarro del ascensor, sitio que, como ya dije, aborrezco. Me monté con él en el ascensor para aprovechar el efímero encuentro. Andaba con alguien, que intuí era una amiga cercana. Me dijo que vería a Bienvenido Álvarez Vega, director del matutino HOY, y claro, promocionaba con un entusiasmo infantil varios libros. Hacía mucho que no le veía, y tuve la impresión de que arrastraba el rostro del hombre extenuado, del que ya la vejez empieza a pasarle las crueles facturas. Me chocó esa fachada porque lo evocaba con una lozanía más próxima, pues a la gente que uno deja de ver, psicológicamente nunca uno cree que envejece. Quizás era natural, ya René tenía o rozaba los 70. Nos habíamos saludado con la efusividad y la simpatía latente entre quienes nunca ha existido la posibilidad para la inquina, el celo o el odio literarios, y sobre todo de que los anteriores encuentros habían sido cortos y en un ambiente de “este tipo me cae bien”.No andaba con sus libros. Me prometió el relato“No les guardo rencor, papá”, transformada en noveleta .Le hice la observación que tenía la vieja versión y me ripostó diciendo que le había agregado una serie de documentos al texto, y que ahora estaba más interesante. No pude ir a su puesta en circulación, pero luego de par de conversaciones vía whatsApp, optó por decirme que me lo dejaría (el mío y el de “Bienve” en la recepción). Recuerdo que nos dimos un abrazo corto;y que cuando salió de la oficina de Álvarez Vega se lo presenté a la poeta Petra Saviñón, quien posteriormente al saber su muerte, me dijo que el caso más raro se dio con René: ella conociendo un poeta que ya tenía un pie en el estribo del otro lado de la existencia. Que René se fue me lo anuncia el poeta Amable Mejía en un frase corta para quien ha tenido una vida literaria larga. Murió René. Irónicamente iba camino a casa observando una ciudad a solas, virtualmente abandonada por el toque de queda. A René le tocó morir en esta época, se lo lleva algo como una peste (el coronavirus) que a todos nos aterroriza. Me sorprendió un mensaje colgado en la red pidiendo “a la comunidad literaria y de lectores que acompañó a René en sus actividades en Santo Domingo a seguir un protocolo de contar 14 días a partir de su último contacto con él”… Pero la peor peste es la neoliberal, la que vivimos sin ruborizarnos.
René insertó dentro del libro que me dejó en la recepción del periódico una tarjeta, la que se convierte para mí en un souvenir macabro pues detrás rubricó:¡salud! R,. (la salud, que posteriormente a él le haría falta). Antes me había escrito que no nos podríamos ver para entregarme el libro personalmente. Textualmente escribió por whatsApp: “No he tenido tiempo como hacerte llegar el libro y “ya me voy mañana, qué me recomiendas?”. E irónicamente, se iría (de la vida) apenas un mes más tarde. Pena René que cumpliste con tu palabra y fuiste profético. A fin de cuentas la tragedia no es morir, sino que la muerte le eche el guante a uno (como en tu caso) estando irremisiblemente solo.