Probablemente encarne La rosa interior, del poeta Fray Pablo de Jesús (1942-2023), el más hermoso poemario que pudiera desprenderse del fogaje místico contemporáneo. El libro —breve, como corresponde a lo sublime— excita en la intimidad los impulsos espirituales que propician la sustanciación de un misterio inabarcable.
Heredera de la depurada mística sufí, pero abiertos sus pétalos a una espiritualidad ecuménica y transformadora, La rosa interior inquiere y escudriña, examina y rastrea las trazas del arbitrio divino en la enjundia de la Verdad infinita. Conteste con la tradición orientalista, aguarda el retorno del ser a la fuente primigenia, enfatizando deseos de unidad, mismidad, integración y reintegración con el Uno, el Único, el Amado, el Hermoso. Esta aspiración encuentra su equivalencia cristiana en la declaración de Pablo de Tarso: «Con Cristo estoy juntamente crucificado…».
El poemario de Fray Pablo de Jesús presupone un constante e intenso ejercicio interior que explora su propio espíritu, el omnisciente aliento del cosmos, el efluvio de la causa primera y el atributo (tanto sígnico como simbólico) del acto de indagar. El poeta, al tiempo que habla a Dios, lo ausculta. La rosa interior es el ser, la búsqueda espiritual del ser y, al propio tiempo, lo buscado.
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Tres somos porque Uno soy: Yo, tú, y el Cosmos
–Rey, reo, y el resto–,
emisión de un solo amor, indiviso, donde
yacen transustanciadas rosa, espina y sangre de la flor.
Toda velación entraña una revelación. Tal vez sea esta la esperanza de quienes aguardamos el fruto de la expedición espiritual de los citaristas por las oceánicas extensiones del Arcano. He aquí la primera revelación: la confirmación de la unicidad en lo múltiple, arquetipo del sustrato paradojal de la esencia divina. Dios se revela Dios en su capacidad de dar cierre a inmanentes premisas contradictorias para que surja el Ser en un punto simultáneo de juntura y propagación que, a la vez que lo sustancia, lo disuelve.
Hermosos, los versos que forjan La rosa interior. Su basa y ornamentos se entretejen en modular arquitectura. Hay gracia, delicadeza y esbeltez. Sus frases cimbreantes son como piedras vivas. Lo íntimo se revuelve en el prodigio de la palabra, que se desgrana con compleja sencillez. Un espíritu traspasa tal portento, pleno de atávicas invocaciones. Cuando vuela el alma como vuela un ave que en espirales mueve los sucesivos círculos de picos pedregosos, el hombre se hace héroe que acrecienta el vuelo para hacerse místico que entreteje un nimbo para hacerse santo. Así describo el viaje del inquiridor en el poemario de marras; marcha que tiene su ida y su regreso.
En el poema que veremos a continuación, el ente lírico se sitúa en la soledad acompañada. Habita entre los hombres. El espíritu sediento de bien, de justicia y de verdad frente a la borrasca de los apetitos…
Paso por loco entre amigos y familiares.
Hablo contigo sin palabras porque no tienes oídos,
y me contestas sin boca, de ser a ser,
en algo más íntimo que mi propia conciencia.
¿Me amas? ni aun, pues amor
es una palabra y nada más…
Cuando digo que Te amo ¡vana palabra!
me refiero a lo sin punto de referencia,
me refiero al momento fuera del tiempo,
sin memoria del tiempo…
¡oh dolor hermoso que engendra rumores de jazmín!
donde eres sólo yo y yo sólo Tú.
¿Qué es una rosa,
su flor o su fragancia?
En este estado mío se pasa nada,
nada nunca ha pasado salvo yo,
que paso por loco entre amigos y familiares.
Me aman tus fragancias.
En este poema de ida y vuelta entre la humanidad y la divinidad el aeda se aferra a la perennidad de los efluvios etéreos. El poeta: solo, en la humanidad; el poeta: solo, con la divinidad. Refiere, por inferencia, la errada percepción de quienes le rodean (habitación entre los hombres), luego se aviene a la inmanencia de lo eterno (distanciamiento de los hombres). Para zanjar el dilema materia-espíritu, masa-sutileza, apela a la rosa como símbolo; pregunta, retóricamente: «¿Que es una rosa, su flor o su fragancia?»; la flor: su carne (la carne de la flor), lo sensible; su fragancia: el espíritu, lo sutil, lo -por lo evanescente- inteligible. Decántase por el perfume en la cortante contundencia del verso final: «Me aman tus fragancias». Queda ante nuestros ojos una segunda revelación: la naturaleza de la existencia que verdaderamente merece ser llevada, la elevación de la vida que realmente merece ser vivida: la de la mística contemplación del Orbe en sus floraciones.
Igualmente, este poema (poema 3) encuentra su correspondiente, que lo confirma. Se atiene a la reiteración de los criterios anteriores, de manera no menos bella, no menos significativa, no menos simbólica:
Manda lluvia a tu viña,
manda lluvia a tu viña,
a cada cepa, a cada racimo,
para que fluyas por cada uva.
Me has quitado mi viña y mi campo,
me has quitado el altar
donde Te ofrecía pan y vino,
me has quitado lo que la gente llama
la tierra de uno, la religión de uno.
La gente de aquí se burla de mí
cuando ven mis harapos,
me culpan, burlándose: Qué mal te trata
el Maestro al que sirves como esclavo.
Les dejo sus tierras y sus mansiones,
les dejo sus banquetes y sus altares,
su aquí abajo, porque de noche,
cuando no ven nada,
me haces entrar en tu cama
para calentar tus pies que me majan,
me exprimes contra tu pecho
como uva de tu viña.
Ahora soy yo que fluyo, rapto, en tu boca
como rosado ebrio de tu amor.
Comprendía, como místico, el desborde de la divinidad, y —aparte de la certeza absoluta de lo divino— la absoluta certeza de la no certeza.
Reíd conmigo, amigos,
reíd y llorad loca y borrachamente conmigo,
porque el amante y el Amado
gimen en contagiosa unión.
Esta es la verdadera religión,
siendo las otras la roña
que cubre nuestras heridas de amor…
Solamente al lado
de los ríos del corazón
crece la Rosa de la Luz.
Tal vez adrede, dos fastuosos poemas han sido colocados al final de La rosa interior. Tienen la particularidad de estar plasmados en ambas lenguas, inglés y español. Fuera esta, o no fuera, la intención del poeta al estampar estos poemas en ambos idiomas, el acaecimiento y los textos revelan por ellos el relativismo de la apreciación, el percibimiento y el convencimiento entre los seres humanos, alegoría de las disparidades puramente formales en la ponderación de lo divino. Así, cada lengua, con sus acentos y su música, con sus inflexiones y significantes nos alumbra el sendero de una realidad más allá de nuestro entendimiento. E igual opera el místico con la Realidad Inconfundible. Tal vez algún día comprenderán los credos su condición de formas particulares no exclusivas con que cada raza, cada tribu, cada civilización, cada cultura… presenta a lo divino sus debidos respetos… y el reconocimiento obsecuente de Su única y perpetua autoridad. Relato y canto son los modos únicos de apercibimiento y de comprensión de la raza humana, en su diseño tan privativo como inmanente; relato y canto resumen y acaso equiparan en el espacio y en el tiempo y en los corazones los fervores y las devociones.
Débilmente al principio, la música de las esferas llenó el cielo
y las estrellas cayeron al lago.
Pude escuchar el gorgoteo del arroyo
que fluye desde el lago
y la voz de mi sangre en mis venas.
Las estrellas brillaban intensamente en esas venas
con la misma armonía.
Somos la música de Dios oída más allá de las esferas.
La sublimidad y la hondura de la verdad revelada en la lírica mística de Fray Pablo de Jesús representan la perla y el lujo de la estética interiorista.