Un cuento de René del Risco Bermúdez
A Minerva
La primera vez que leí este cuento fue por los años setenta, cuando escribía un trabajo sobre la cuentística dominicana de esa década y quedó en mi memoria. Luego, al trabajar su Obra Completa, volví a leerlo con detenida atención.
La tercera lectura, demorada, la realizo cuando organizo el libro Aires del Este. Y la cuarta, desde el ángulo estilístico, corresponde a la que hice a propósito de la preparación de un libro destinado a la enseñanza del cuento, y la quinta, para escribir este trabajo sobre él. Y como ocurre siempre con los buenos textos, en cada lectura fui reencontrándome con la impresión de la primera, y algo más en cada nueva.
De modo que de trecho en trecho, he vuelto a él deteniéndome en rasgos de temas y situaciones, en gestos estilísticos, en texturas lexicales y, como acontece con los buenos textos narrativos, literarios en general, siempre conduce a esa conclusión: prevalece intacta la primera impresión que de él quedó en nosotros, a la que sumamos las nuevas que, en cada vuelta de lectura, encontramos, lo que nos dice que estamos ante una creación real, sustentada en esa multivosidad indispensable, necesaria, para que haya acto expresivo, poético, que se nos va identificando, desvelando en la medida que nuestras lecturas penetren en ese tejido de vocales y consonantes, de palabras, frases y oraciones, del armazón fónico que, al fin, constituye el todo. Y este suceder se afirma en una verdad absoluta: la literatura verdadera, nunca se agota.
¿En qué tramado temático se sustenta este cuento?: el tejido situacional es suma de estos asuntos: lo social, lo sicológico, la fuerza inesperada de la naturaleza, la marginalidad extrema, la solidaridad, lo humano que fluye en todo el cuento, enhebrado, consustanciado con los otros motivos; pero es en lo esotérico, manifestado en lo kármico y la reencarnación, donde se asienta su mayor aliento temático, es ahí donde la intención se serena y trasciende: Y sé que tú me dirás que exagero, pero te aseguro que ya para entonces yo presentía todo esto, era como que yo lo había leído en algún sitio, que lo de nosotros no se quedaba así nomás, pero tú vas a decir que yo exagero seguramente.
Pues la verdad, Andrés, es que todo vino tan mal que solo para algo mejor pudo haber sido.
Y este aspecto temático, lo kármico, es determinante, substancial en todo el fluir de la historia y, en cierta forma, es el cuento dominicano donde se asume esta temática de una forma bien intencionada, aunque su inherencia en el texto fluye con tal naturalidad que parejo va con los otros motivos que construyen la estructura argumental.
Ahora, y es ahí, donde descansan y desembocan los asuntos temáticos ya arriba señalados, pues lo kármico, aunque no se advierte de pronto de portada, constituye la razón última de esta historia. Allí se quedó entre lejana y resignada, como si todavía no se diera cuenta de que, en esta casa, a la que acababa de entrar, ya su presencia nos estaba obligando a compartirlo todo, el silencio, el espacio, el tiempo, todo.
La salvación del uno y del otro. La compañía para seguir la vida, para aligerar la carga de precariedades que arrastran, del sufrir, de herencias también, en esa ciudad del nacer y del hacerse adulto: San Pedro de Macorís. Esta vertiente, con el fluir de la historia, va anidando en las líneas, adueñándose de las mismas, imponiéndose sobre los otros motivos en un susurrar de decires del yolero que, en busca de la mujer, su Negrita, que está muerta, como Andrés, como él mismo.
Ese fluir esotérico se impone en el tejido narrativo a medida que la historia crece, y que se recoge igualmente, pues está pautada como la vida, de ahí su estructura: Y te digo que todo esto pasaba como si estuviera escrito,como si fuera algo que se cumplía según estaba dispuesto, porque ni ella ni yo, te lo aseguro, hicimos nunca lo más mínimo por llegar a nada.
Este sentido kármico, esotérico, a medida que avanza la historia se pone por encima de los otros componentes, llegando a apoderarse de la misma. Esas escenas de asuntos extremos, las sucesivas desgracias que genera el vivir ordinario, la agonía que impone el subsistir, las desencajadas yolas, el puerto mohoso y húmedo, las calles maltrechas, las vestimentas diluidas, las siempre tercas precariedades, todo ese cuadro está presente y vivo, pero se llega a un momento en que la historia adquiere un blancor, un resplandor, una limpieza de ser del personaje narrador que todas esas dificultades, van rezagándose, opacándose, y surge la limpieza de afuera y la de muy adentro, y los personajes se imponen por sobre la suciedad y la pobreza y alcanzan lo poético, la plena plenitud de ser.
Los recursos empleados espejean, simultanean: un plano narrativo de fondo, un fluir de conciencia y un contrapunteo de los personajes y el magistral empleo del punto de vista. Estos recursos andan en el tejido textual sin costuras, pues se argamasan confundiéndose, compactados, en la imagen total que se construye, que es cuento.
En un solo elemento de su composición detengamos: el punto de vista narrativo, es decir, el ángulo desde que se cuenta la historia. Este se multiplica. Narrado desde una segunda persona, el personaje Pedro Juan, el yolero, se dirige a un narratario que es de este mundo y que no lo es ya, Andrés. Andrés, como él mismo, que, en tránsito hacia la muerte, lo invoca para que allá, donde ahora mora, como el Virgilio de Dante, le sea guía para reencontrarse con su Negrita, que no puede estar en otro lugar que no sea el cielo.
Este cuento nos invoca, y al regresar a él, encontramos signos de diversas texturas que habitan en su tejido expresivo y en su armazón situacional por impulsos de sus primeros pujos que no dejan de obrar sobre él. En suma, “Se nos fue poniendo triste, Andrés” posee una redondez en su composición y un hondón en sus asuntos que su lectura se nos hace carne de memoria, huella de lectura.