POR LUIS O. BREA FRANCO
Iván Turguéniev fue considerado en su época como el más equilibrado, sereno y lúcido escritor de la literatura rusa. Sin embargo, al leer su obra un lector de nuestros días percibe una extraña sensación, algo semejante al fluir de una oscura presencia subterránea; se advierte difusamente en ella un hálito sutil de profundo y opaco dolor. En la obra de Turguéniev se percibe más allá de la maestría formal, cierto desconcierto íntimo, cierto sentido de desilusión, amargura y melancolía.
La vida de Turguéniev fue pobre de acontecimientos exteriores, lo esencial de ella se desarrolló en su intimidad, en el ámbito de sus relaciones personales con sus amigos, de su viajes y de sus difíciles relaciones con su patria, en la que no podía vivir por mucho tiempo sin sentir que se ahogaba, y de la que, empero, no podía dejar de escribir y tener siempre muy presente.
Nació en el corazón de la Rusia europea, en Orël, provincia de Orlov, al sur de Moscú, en 1818. Esta tierra, que amó siempre con gran apego, es una naturaleza de paisajes amables, ondulantes y serenos como el propio estilo del escritor, y constituye el panorama de fondo de todas sus novelas.
Era hijo de una familia noble por parte del padre y de adinerados terratenientes por la madre. Para el escritor la gran tragedia de su vida fueron sus progenitores.
El padre nunca se ocupó de los hijos, vivió concentrado en su pequeño mundo personal y en sus asuntos, y murió joven; la madre era una mujer autoritaria, despótica, violenta, devorada por las frustraciones que le producían un matrimonio con un hombre más joven, de buena presencia, que se había casado con ella por puro interés y que la traicionaba ante sus ojos con todas las mujeres que encontraba.
Varvára Petrovna Lutovinova, que así se llamaba la madre, desquitaba brutalmente con los hijos y la servidumbre su amargura y resentimiento de mujer abandonada; su brutalidad y violencia fue la primera experiencia catastrófica en la vida del escritor. En su existencia siempre se sintió amenazado por la invisible presencia materna. La casa familiar representaba para él, la presencia ineludible de un mundo hostil en que los afectos más elementales se exhibían pervertidos.
La huella dejada en su consciencia sensible de artista por esta anormal relación con el mundo de los afectos entrañables, la encontramos, por un lado, en su incapacidad de independizarse, de formar hogar, o como él decía: «de crear nido propio»; y por otro lado, aparece en su aversión a todo despotismo y la compasión profunda que despertaba en él todo tipo de sufrimiento humano.
Como compensación, el niño desde temprano encontró refugio en la naturaleza y hacia ésta proyectó su incertidumbre y su tristeza. Es por ello que en su obra aparece reflejada como en ningún otro escritor ruso, una dependencia fundamental entre la vivencia de la consciencia y el paisaje.
Luego vino el momento en que se descubrió situado en un océano de injusticias y abusos en el marco de la brutal institución de la servidumbre que hacía de los siervos propiedad personal de los terratenientes; finalmente, cuando alcanzó la adolescencia se convenció de que la vida se le hacía imposible en el reinado despótico de Nicolás I.
Cuando terminó sus estudios en las universidades rusas, viajó a Alemania, donde junto con Bakúnin, se formó sólidamente en filosofía hegeliana siguiendo cursos con discípulos de izquierda y derecha del filósofo. Conoció allí, además, las doctrinas de la última fase del pensamiento del pensador romántico Schelling; leyó y meditó con empeño a Schopenhauer; y finalmente viajó a París en 1848, donde se reencontró con Herzen, con quien había establecido relaciones en la Universidad de Moscú cuando ambos eran estudiantes.
Después de su regreso a la patria, escuchó y conoció en un teatro de Moscú la famosa cantante lírica de origen español, Paulina García de Viardot, considerada como una de las más grandes sopranos de su tiempo. Desde que la vio quedó perdidamente enamorado de ella.
Iniciaría así una amistad con su marido y una relación íntima con ella, que constituiría el eje de su vida durante los siguientes cuarenta años. Vivirá constantemente de viaje, sometido a la cantante en una relación sumamente ambigua y masoquista, en búsqueda de un «nido», de un hogar, de una tierra donde edificar su casa.
Fue gracias a la relación con la familia Viardot que el escritor aprendió el castellano y fue lector atento de su literatura. A él, en efecto, se deben traducciones al ruso de obras de Calderón y Cervantes.
Turguéniev no soportaba los inviernos de su patria y por ello la visitaba siempre cuando era primavera para regresar a Europa a inicios del otoño.
Al final de sus días se estableció en las afueras de París en una propiedad que compartía con los Viardot, quienes habitaban en la casa señorial mientras el escritor se hizo construir un pequeño bungalow de pocas habitaciones en el parque. Fue allí donde murió en 1883. Por propia disposición fue enterrado en Petersburgo donde recibió un funeral solemne y masivo como homenaje de su pueblo-; reposa en una sencilla tumba en las cercanías de la de su amigo Visarión Belinski, a cuya memoria siempre intentó mantenerse fiel.
El escritor fue sumamente prolijo en su producción literaria la edición de sus obras completas abarca 15 volúmenes, mientras que su epistolario contiene igual número de tomos. Por tal razón, en la enumeración de sus obras me limito a las más importantes.
Además de poemas en versos que escribió en su juventud, el autor se concentró fundamentalmente en el género novelístico, aunque también escribió cuentos y obras de teatro.
Su primer libro importante fue «Memorias de un cazador» que recoge cuentos que fueron escritos en diferentes tiempos, pero que tienen como hilo conductor temas y escenas de la vida rural y la idiosincrasia imperante en la época previa a la abolición de la servidumbre. Luego, escribió las novelas: «Rudin», en 1856; «Nido de nobles», en 1858; «En vísperas», en 1860; «Padres e hijos», en 1862; «Humo», en 1867; y «Tierra virgen», en 1879.
En los años finales de su vida escribió «Poemas en prosa o Senilia», donde condensaba la sabiduría que había ganado con los años y los dolores de la existencia, y relata sueños y emociones íntimas.
Concibió durante los años cincuenta, lentamente, un ensayo, muy celebrado en su tiempo, que primero leyó como conferencia y luego publicó, en 1861, con el título: «Don Quijote y Hamlet», donde adelanta una interpretación de ambas figuras como los fundamentales arquetipos trágicos de lo humano.
El príncipe danés representaría al hombre soñador, al teórico, al pensador lleno de dudas y escepticismo, mientras que Don Quijote sería símbolo del hombre de acción, del ser humano de corazón generoso que se entrega y sacrifica por los otros.
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