El mecanismo legal para sustentar la actividad partidaria con recursos de los contribuyentes se delata tolerante al dispendio y de inciertos resultados a pesar de las buenas intenciones de sus creadores. No da en el blanco en propiciar competencias electorales equitativas, pues las cuentas que rinden los beneficiarios siguen reflejando gran desproporción en inversiones promocionales vista en la consulta de febrero entre aspirantes del oficialismo que gastaron hasta 400% más que los más connotados de la oposición. Procede fijar un protocolo para repartir dinero en función de las necesidades y capacidades de las agremiaciones de emplearlo productivamente en apoyo a la diversidad. Preocupa que un grupo que cayó estrepitosamente en el favor del electorado recibiera más de 500 millones de pesos de las arcas del Estado después de estar por años cayendo en minoría hasta hundirse ahora. A partir de lo que racionalmente la Junta Central Electoral establezca como costo máximo de todo proselitismo, las organizaciones solo deberían recibir una quinta parte de lo necesario para terciar con suficiencia y dignidad sin tan elevado peso sobre el Presupuesto.
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Teóricamente, la subvención debe inhibir financiamientos espurios sin que haya evitado encausamientos bajo cargos de lavado que, en efecto, generaron sensacionales triunfos en urnas hasta en estos mismos comicios. Sin que exista la certeza de que la aplicación a posteriori de auditorías a gestiones financieras de partidos desentrañe efectivamente toda la verdad.