(1)
Esta novela de José Enrique García puede leerse como un intento, después de “Solo cenizas hallarás”, de Pedro Vergés, de adentrarse en la sicología y el ambiente histórico, social, político y, específicamente literario, de la ciudad como espacio de desolación y fracaso de las ambiciones de la pequeña burguesía tanto de la Capital como de provincia y cuyo epicentro de actuación son las cafeterías, bares y restaurantes, en particular una, La Cafetera, su símbolo más emblemático de los años 1961-1990 del siglo XX.
Una estrofa optimista de “La vie en rose” de Edith Piaf (p. 38: «Quand il me prend/dans ses bras/il me parle tout bas/je vois la vie en rose.») es el hilo conductor de la reminiscencia del bolero de Tito Rodríguez (p. 126); «En la vida hay amores/que nunca pueden olvidarse/imborrables momentos/que guarda el corazón.») y el naufragio de un proyecto de sociedad que tanto en Solo cenizas hallarás como en “Taberna de náufragos” son la derrota de las ilusiones pequeño-burguesas.
Hay varios precedentes de obras donde la ciudad es escenario privilegiado (“Cosas añejas”, “La sangre”, “Ciudad romántica”, “Juan mientras la ciudad crecía”, “Currículum. El síndrome de la visa”, las novelas de Marcallé Abreu, etc.), pero ninguna se ha volcado en el tema del fracaso de una pequeña burguesía que aspira a la gloria literaria y termina tragada por las deslumbrantes luces de la ciudad y las fantasías que ella ofrece a las pretensiones de los advenedizos.
El narrador omnisciente planta el cronotopo de su novela en el puro centro de las ambiciones literarias y políticas de los diferentes personajes: «Vio, de súbito, como no le había ocurrido antes, el letrero incrustado en la pared colonial: La Cafetera. Con letras dibujadas en hierro duro, claveteadas cada una de ellas en la pared con la intención de ser parte inseparable del frontal. El letrero, realmente, está ahí como un indicio histórico, mas no refleja las historias que el local atesora. En las historias encimadas radica la singularidad de aquel espacio. Historias sucedidas, puestas unas encima de otras como tazas de café sobre el mostrador. El rótulo, pensándolo bien, no importa. Son los pies los que empujan al cuerpo.» (p. 71).
A partir de este epicentro, los sentidos de la obra versan sobre el fracaso del personaje principal, Fernando Cerco, quien aspira a convertirse en un gran escritor y no pasará de amanuense, figura que simboliza las pretensiones vanas de los que, tragados por las luces de la ciudad, no se toman en serio el oficio de escribir y viven de los elogios mutuos entre miembros de capillas literarias.
Para concienciarse sobre los miles de aspirantes a escritores fracasados basta hojear los diccionarios, las antologías y las historias literarias dominicanas. Cada cincuenta años, estas obras apenas recogen los nombres de cinco a diez escritores o poetas que lograron sobresalir del montón. El resto sale de esas estadísticas literarias con la velocidad del rayo, tal como con los modismos.
La novela de García tiene el mérito de ser original, porque se centra desde el inicio al fin en un solo tema: el fracaso literario cuando se escoge la literatura como trampolín o instrumento de movilidad social. Aunque hay otras profesiones fracasadas simbolizadas por los diferentes náufragos que pueblan el café donde se reúnen, la escritura no se desvía de su personaje central, Fernando, relator de las acciones los náufragos de la taberna. Y también de lo que ocurre en la pensión donde vive.
El texto va liberando, a cuenta del narrador y de algunos de los personajes, ideas explícitas acerca de la literatura, problema central de la obra. Por ejemplo, sobre el ritmo: «el rimo que corresponde a un impulso vital surge de variados y disímiles elementos que se conectan formando una masa única, compacta, y que van con los días asentándose en un definitivo sitio del olvido.» (P. 188). O sobre la insuficiencia del lenguaje: «… así como ves tú a la palabra una imposibilidad, así siento, y no solo por la naturaleza del instrumento, la palabra misma, sino por la inutilidad de mis páginas.» (P. 187).
Junto al grupo de náufragos de la taberna, el personaje principal, Fernando, vive el tedio o aburrimiento que vivieron los existencialistas dominicanos de los sesenta, al igual que los de Francia después del fin de la guerra del 1939 al 45 y no siente rubor en asumir su trabajo de amanuense, según se lo confiesa a su amigo Abelardo Carreño, también amanuense: «Creo que voy a colgar un cartel en el balcón [de la pensión del Conde esquina Duarte, donde vive] con un letrero: Se alquilan palabras, y voy a regar la ciudad con octavillas de varios colores: Alquiler de palabra (…) Se alquilan palabras para toda clase de circunstancias y eventos. Se redactan artículos, ensayos, discursos, poemas, libros, oraciones fúnebres, panegíricos, cartas, elogios de bodas.» (Pp. 188-89).
Sobre todo, durante el Triunvirato, el golpe de Estado a Bosch, la revolución de Abril y el fracaso de la guerrilla de Caamaño, la vida prefiguraba la desorientación política del sentido en que cayó la juventud de clase media, y el país en general, con la vuelta al poder de Balaguer, actitud simbolizada por los personajes de “Taberna de náufragos”, y que derivó en los años 80 del siglo pasado en la cultura y la literatura “light” que hoy lo domina todo. La escenificación del acto de circulación del libro en el local de la taberna es una parodia de la vacuidad de centenares de actividades similares y la novela es crítica negativa con reminiscencias de Camus (p. 166: «Entonces, engañémonos, o mejor, ilusionémonos, sí, ilusionémonos», grita un personaje femenino, y otro: «–La coherencia no tiene lugar aquí –dice Ana Silvestre…» (p. 165) y otras veces son reminiscencias de Sartre: «Si con algo me quedo de todo ese pensamiento vanguardista, de esa puesta en escena que constituyó las libertades expresivas, es con este ‘el infierno es el otro’.» (P. 186). En los cafés del Conde discurre la vida como teatro. El capítulo 26, especie de despedida de la vida, es una escena teatral donde actúan los veinte personajes de la novela.
El capítulo 1 presenta el escenario donde se desenvolverán los náufragos de la vida y la taberna; en el segundo capítulo, el símbolo del naufragio es un cuadro con una fotografía del trasatlántico “Titanic”, “en el centro de la pared, empotrado en la estantería colmada de botellas» (p. 16).
El personaje central, Fernando Cerco, se convierte en un anagrama generador de otras formas-sentidos de su propio apellido diseminado en el texto, al igual que los adjetivos hostiles que califican a la ciudad son el símbolo de un fracaso, de un pesimismo sin heroicidad: «Inmutable, negada, cómplice, veía a la ciudad. Con frecuencia se abandonaba al recuerdo y lentamente sobreponía a la realidad otra, solo suya, en ese mismo espacio. Y entonces rostros que iban y venían, adustos, envejecidos, entristecidos, indiferentes, rostros alegrets, sonrientes, enfermos… Rostros que transgredían, rostros imposibles, malsanos, los que se negaban en los ojos de otros. Ella, sí, también era rostro, también ciudad, y distinta, como memoria y ardid. Y, por momentos, en ese estado de transmutación revivía en él la esperanza. Pero no se engañaba, esa ciudad que un día permitió el encuentro [,] la ausentó sin dejar excusas… Todo se resumía a silencio, palabras cegadas, mudez a propósito, enojo, desdén.» (Pp. 9-10).