A causa de los haitianos mantenemos el fervor celoso pero saludable de nuestra dominicanidad; y vigilantes de cualquier intento de atropello del “supremacismo blanco” de EUA y Europa, de mentalidad colonialista y pseudo universalista, que pretende llevar al mundo, no a la integración, sino a la despersonalización y la pérdida de toda identidad nacional, de identidad de sexo y de género, y a otras aberraciones en boga.
Gracias a los haitianos, los dominicanos hemos padecido un sistema capitalista internacional y local menos severo. Y también nos libramos de la explotación a nativos dominicanos en los centrales azucareros que establecieron intervencionistas norteamericanos y empresarios de otros países durante la ocupación militar de principios del siglo pasado. Y porque la mano de obra haitiana ha mantenido relativamente bajos los costos de los productos que consumen nuestros pobres y clases medias.
Ese modelo brutal de explotación agrícola que predominó en determinadas zonas del país aceleró la migración rural –urbana. Al tiempo que muchos hijos de tabaqueros y productores del campo iniciaron un proceso migratorio hacia otros países.
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Gracias a las invasiones y las diferencias culturales con los haitianos, los dominicanos tenemos una definición identitaria más firme y unitaria, incluso que la de otros países de la región, y mucho más unitaria, igualitaria y uniforme que la de los propios estadounidenses.
También gracias a la vecindad de los haitianos hemos presenciado, en nuestro propio suelo, la brutalidad de la explotación de blancos a negros, ambos extranjeros, unos dueños otros siervos, en centrales azucareros; continuada luego por empresarios dominicanos, generalmente también de origen extranjero, posiblemente con convenientes mejorías.
En esos contextos, pero especialmente a causa del cine norteamericano, hemos aprendido y, en alguna medida internalizado, los prejuicios que acompañan la discriminación y el maltrato a los de piel más oscura, especialmente a los haitianos, aunque, luego, el domingo en la iglesia nos damos golpes en el pecho, al sentir que también nuestros corazones han estado a menudo inclinados a la discriminación y el racismo; un racismo y supremacismo blancos también aprendidos de las culturas foráneas, y que nos han llevado a autodefinirnos como una comunidad mulata y multirracial con valores, costumbres e intereses muy diferentes a otros pueblos de la región y del mundo. Particularmente, muy diferente de Haití; lo cual, de acuerdo a Roger Veckemans, es un excelente punto de partida para la correcta unidad: “Diferenciar para mejor unir”. En proyectos comunes, con mutuo respeto y buena voluntad. De lo cual, llegaremos a estar muy orgullosos. Como “contra ejemplo” a aquellas culturas más desarrolladas o modernas que incitan a cambios que dañan nuestros valores y costumbres.
Los dominicanos somos un pueblo mixto, mezclado, que sabemos que no hay supremacía de razas, pero mucho menos aceptamos los hibridismos, las veleidades y extravíos de un mundo decadente y carente de rumbo.
La dominicanidad es un bastión de moralidad e identidad que nos permite sobrevivir con optimismo y coraje al desastre de la degradación y licuefacción de la humanidad que propugnan importantes, amorales y perversos liderazgos mundiales.