La Lectura de Breve historia de los imperios, cómo surgen, cómo se derrumban (Almuzara, 2014), de Gabriel Martínez-Gros, no solamente nos da una perspectiva del desarrollo de estas formaciones económicas en la historia universal, sino que nos permite pensar las que designan el tiempo en que vivimos. Schopenhauer y Nietzsche tenían una visión muy particular sobre el relato histórico, en el sentido de que la Historia no podía enseñarnos mucho, o que ella no era lo que plantean los historiadores positivistas o los pensadores redentoristas de la humanidad, desde la postura de un desarrollo del espíritu y una perfectibilidad del hombre.
Entrar en las ideas que plantea este libro es ir más allá de conocer la “historia relato”, la historia de los eventos humanos; ver la historia como pensamiento.
Creo que lo que hace interesante este libro es, en primer lugar, el acto de pensar el pasado, y en segundo, la extensión de ese pensamiento para repensar el mundo actual. El libro presenta desde sus inicios la aplicación de las ideas sobre filosofía de la historia de un historiador árabe poco conocido en Occidente, pero que ha influido de manera importante en el pensamiento de los historiadores occidentales.
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La forma de pensar la formación social y política de Ibn Jaldún (Ibn Khaldun, 1332-1406), sirve como punto de partida, no solo para pensar el tema histórico, sino para ver la actualidad política que se basa en el desarrollo del Estado. La formación del Estado pasa por distintos momentos en la historia de la humanidad que aquí aparecen bosquejados. Y más que pensados tomando en cuenta una teoría medieval, conectado en su desarrollo con las aspiraciones humanas, que se ven en asuntos prácticos como la relación entre la violencia y la paz.
El autor parte de Max Weber y su sentencia sobre el Estado como dominador, y yo llamaría “domesticador de la violencia”. El Estado administra la violencia en un espacio en donde ha reinado la paz; como la paz impuesta por Augusto, como la pax romana, la paz de los vencedores. En el libro se presenta esa relación entre el imperio, la ciudad compuesta, en principio, por guerreros y productores; entre sedentarios y los grupos a los que hay que dominar. El centro de la ciudad imperial tiene sus márgenes. En esas lejanías actúan las tribus, que tienen en su función la solidaridad, es decir, son fragmentos de Estados que se agrupan para defenderse. Para el centro, sea el Imperio o el Estado moderno, esas tribus, esos beduinos, que aparecen en la extensión lejana del imperio, son sus bárbaros, su otredad.
Una característica de las tribus bárbaras es el dominio de la violencia “salvaje”, frente a la violencia civilizadora del Imperio o del Estado moderno. Lo que Gabriel Martínez-Cros nos presenta en una visión de ‘longue durée’, es que el dominio de esa otredad se da a través de la guerra, la pacificación y la exigencia de impuestos. El imperio necesita de sufragáneos. El desarrollo poblacional desde el neolítico, dice el autor, ha posibilitado la existencia de una gran masa de gente que produce y que es reducida a pagar impuestos. La imposición del imperio y del Estado que termina con la sedentarización ciudadana, tienden a la creación de una masa, menos solidaria, más declaradamente pacifista, desarmada y sometida por el Estado como el dueño de la violencia en la modernidad democrática.
La guerra y la paz parecen ser dos términos que mueven el pensamiento de una teoría histórica. La guerra está creada para lograr la paz. De hecho, pensamos que las constantes guerras de los Austrias llegaron a la decadencia del imperio español, lo mismo pasó con la Rusia de los Romanov, o el destino de Prusia. La clave de los imperios era someter a los márgenes hacia el centro sedentario y que pagaran impuestos. La guerra termina en la paz y esta a su vez en la sedentarización y la exacción del otro.
La continuidad que ve la teoría de la historia entre el pasado y el presente es lo que nos permite rastrear una práctica humana en el tiempo. Aquí, además de la guerra y la creación de la paz como una sedentarización que impone el expolio constante de la riqueza del otro por el Estado, es tan continuo que nos permite pensar hasta dónde el proceso de secularización que trae el Estado moderno implica, primero el intento de sacar lo religioso del dominio de esos bienes y en hacer sagrado el impuesto como una actividad necesaria para mantener la paz.
El Estado benefactor, luego de imponer la sedentarización, la paz a través de los ejércitos profesionales que abolen la relación entre soldados y productores crea una nueva versión entre sedentarios, productores, soldados y productores-consumidores. Es ahí donde llegamos al Estado moderno. Pero esa sedentarización no llegó de la misma forma y al mismo tiempo. Siguen existiendo bárbaros, beduinos, que actúan a través de la solidaridad de las tribus o de “las naciones”, que ponen en jaque el control establecido, sobre todo cuando tienen acceso a las armas y no pueden ser domesticados por el Estado.
Pienso que la violencia establecida por los imperios de la antigüedad termina en la paz impuesta y las grandes cantidades de población implican una extensión de los intermediarios que cobran los impuestos. Lo que hace interesante una historia de los recaudadores de impuestos, porque el Estado no es el aparato, sino la relación que establece. Sabemos que en La Española la familia de los recaudadores de impuestos, cargo que se compraba, duraron unos sesenta años dominando la hacienda pública. Por lo que el producto de los impuestos sigue cayendo en las manos de los funcionarios imperiales quienes son los que crean más impuestos y votan las leyes impositivas.
En la modernidad estos grupos los podemos encontrar entre los legisladores, la clase política, y hasta en los intelectuales o economistas. Los primeros son los beneficiarios del sedentarismo, de la democracia que abole la violencia del otro y la imposición del tributo. La idea religiosa es que el Estado, que se ha separado de Dios en la modernidad, es el protector, el benefactor y el garante de la paz. Por eso necesita un ejército con armas modernas, para seguir controlando la población “beduina”; ya ha eliminado la “solidaridad” entre las tribus. Ha cancelado la separación entre productor y soldado. Integra al productor en el ejército, aunque usa a los “beduinos” como mercenarios o profesionales a tiempo parcial de su fuerza.
El Estado moderno, como lo vemos en la Revolución Francesa, ha procurado los impuestos, para llevar a cabo su meta de pacificación, su entramado de civilización y su control de la fuerza a través del desarme de las poblaciones no sedentarias. En fin, como ha presentado Martínez-Gros, vivimos en un largo período de secularización y dominio del Estado democrático como sucesor de los imperios derribados. El presente y el pasado se conectan, de ahí que el desprecio de la historia como relato y, más bien como pensamiento de lo social, no parece ayudarnos a conocer el presente. Y menos a buscar formas para transformarlo a favor de la vida. De ahí que la filosofía de la historia de Nietzsche y Schopenhauer, podrían parecer muy rupturistas, pero son, en fin de cuentas, poco prácticas. (continuará)