Una de las ventajas de nuestras democracias ha sido la participación masiva en los mecanismos de poder social de todo tipo de individuos; tanto como electores y usuarios de mecanismos de denuncia y protesta, como en agrupaciones diversas. Ya en sus áreas de residencia como a nivel regional o nacional.
Maurice Duverger advirtió sobre el “vicio circular” de los estratos de poder, tratando de permanecer por cualquier medio, incluso creando inestabilidad social (desde arriba).
Mientras que las clases medias y estratos pobres aspiran a ascender a como dé lugar, orquestando demandas sociales que amenazan la estabilidad (desde abajo).
Aún en democracias de larga reputación predominan grupos de poder que reclutan, promueven y comprometen presidentes, que han sido prospectos “criados” desde jóvenes, al estilo de las academias de béisbol.
Dichos grupos poderosos con proyectos de dominación mundial, cuyas ambiciones pueden poner en peligro hasta la supervivencia de la humanidad.
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Mientras en nuestras “jóvenes” democracias no se han podido desarrollar sistemas de participación social capaces de darles suficiente acceso a los sectores populares, ni siquiera en los puestos inferiores del sistema, tampoco hemos sido capaces de alfabetizarlos adecuadamente, condenando a nuestros jóvenes a crecer bajo la insufrible frustración de una oferta mercadológica sin límites; que va desde bellas hembras, prestantes varones y autos deportivos, hasta paraísos turísticos a ninguno de los cuales estos jóvenes tienen acceso.
Por lo que, paralelamente, también las ofertas de los submundos del capitalismo han sido variadas; una gran diversidad de negocios que van desde la distribución de drogas, al tráfico de influencia y de personas y mercancías; que abren las vías de participación a muchos jóvenes, como acceso privilegiado al tan anhelado mundo del consumismo.
Estos grupos ilegales que controlan áreas barriales, zonas urbanas, a menudo se mezclan con la política; aumentando la capacidad de líderes, candidatos y partidos; y se han abierto para sí canales hacia la política y el poder social institucionalizados, y formas diversas de participación social y económica; llegando a menudo a los mismos clubes y predios en los que se desenvuelve la “gente decente” (¿?).
Así, en la medida en que la política pierde estatus, las mafias ganan estatus.
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Por otro lado, esas alianzas y asociaciones, diversifican y democratizan la participación social, y hace que al sentirse aceptados, estos nuevos actores sean menos hostiles al sistema, y entre ellos, como sucede entre los políticos y los partidos, se cuidan mutuamente (hoy por ti, mañana por mí); haciendo nuestras democracias menos violentas.
Similarmente a los líderes mundiales que hoy debaten si destruyen o no el planeta con sus superbombas, nuestro tigueraje parecería, a su primitivísisma manera, aprender a negociar, a zonificar y establecer modalidades de paz comunitaria que, aunque defectuosísimas, acaso convendrían a las mayorías.
Contrariamente a lo que se pueda creer, la abundancia de críticas y protestas sociales no siempre viene de los más oprimidos, sino que de actores de dudosa moral e inconfesables intereses; mientras buenos cristianos, calladamente, soportan a unos y otros, siendo estos, verdaderamente, el mayor y último soporte de nuestro sistema.