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El pasado viernes 24 de agosto, en unas cortas vacaciones, abordamos, Ramonina y yo, el vuelo de las 6:00 pm de Avianca a Bogotá.
Se me cumplió un deseo de conocer la capital colombiana que data del verano de 1968 cuando entablé amistad con un grupo de estudiantes de Colombia asistentes al curso de francés en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, organizado por la Alianza Francesa de París, cuyo objetivo era perfeccionar ese idioma con vista a la formación de maestros de francés y, eventualmente, otorgarles becas para ir a Francia a realizar estudios de Metodología de la Enseñanza del Francés como idioma extranjero.
Al término de aquel cursillo, se produjeron, de parte de los estudiantes latinoamericanos, la promesa de visitar su respectivo país. Para mí el tiempo fue muy corto para cumplir ese deseo y el único país que pude visitar en aquel 1968 fue Panamá. Fue un viaje periodístico para cubrir las incidencias de un congreso turístico. Al año siguiente, 1969, recibí una beca del Gobierno francés para ir a Besanzón a realizar la referidas licenciatura y maestría, pero solamente me encontré en París con uno de los estudiantes colombianos con los que entablé relaciones en Guadalupe: Evelio Cabrejo. Al segundo que encontré en París, ya en 1979, fue al poeta nicaragüense Pablo Centeno. Nos vimos solamente una vez. Él estaba muy atareado, pues era el representante en París de la triunfante revolución sandinista. Con él y el poeta dominicano Apolinar Núñez mantuve largas conversaciones sobre literatura e historia de Nicaragua durante aquel verano en Guadalupe.
En el aeropuerto El Dorado nos recogió la representante de Panamericana de Viajes y nos depositó en el hotel Metrotel, tan a tiempo que pudimos cenar y degustar lo que por ser colombiano fuera raro y, por lo tanto, hermoso, como dice un poema.
En viaje tan corto, apenas tres días en Bogotá y tres en Cartagena, no puede uno darse el lujo de pasear por su cuenta. Al día siguiente, viernes 25, nuestra agencia organizó un circuito peatonal en autobús por el centro histórico y gubernamental de Bogotá, que incluyó la Casa de Gobierno, la Alcaldía, una universidad, el Museo del Oro, la Quinta Bolívar, el santuario de Monserrate y una visita a una famosa tienda de las minas de esmeralda.
En la tarde, libre, Ramonina y yo nos quedamos descansando para emprender la jornada del sábado 26, cuya actividad única, de 9:00 a 1:00 de la tarde, fue la visita a la Catedral de Sal en Zipaquirá. La visita guiada, debo decirlo, es estupenda, porque los guías turísticos de Colombia, se me informó, estudian esa profesión durante dos o tres años en la universidad. Nada de mitos con ellos; son personas que conocen la historia y la cultura de su país y no hubo pregunta, por difícil que fuera, que no me la contestaran tanto en Bogotá como en Cartagena. No fuimos al centro de Zipaquirá, pero se nos explicó la filología de la palabra. En un aparte, un trabajador del complejo me informó que García Márquez hizo el bachillerato en Zipaquirá, con catedral y universidad.
La Catedral de Sal, como toda reliquia histórica en Colombia, está subordinada a la doble religión: católica e indígena, a la vida colonial y a las oligarquías que gobiernan los países latinoamericanos luego de que los criollos, hijos de españoles, se apoderaran del poder de las patrias fundadas por los libertadores Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins, Artigas y otros, porque como clase social era la única que estaba en capacidad económica y política para alzarse con el poder. Ni los mestizos, mulatos, negros e indios de la América Latina, hundidos en la miseria y el vicio por el colonizador, pudieron acceder a la categoría de individuos, menos aún a la de sujetos. Hace apenas 120 años que se abolió la esclavitud en Cuba.
Durante el viaje a Zipaquirá vi con nostalgia el empalme de la carretera que conduce a Chiquinquirá. Le pregunté a la guía, al recordar una canción que cantábamos en Besanzón los estudiantes, por qué esa ciudad era centro de peregrinación: Le recito los versos que recuerdo: “De Chiquinquirá yo vengo/de cumplir una promesa/ahora que estamos cerquita/dame un besito, Teresa. “Y me responde que en Chiquinquirá está, con su catedral, la patrona de Colombia.
En las tardes, libres de excusiones, nos paseamos por la Zona Rosa, no lejos de nuestro hotel. Al regreso de Zipaquirá le pedimos a la guía que nos dejara en el restaurante Club Colombia, y cenamos ahí comida colombiana, establecimiento encarecido por las personas a quienes les solicitamos información acerca de dónde degustar buena comida colombiana en Bogotá. La segunda noche fuimos a Andrés Carnes, D. C., un establecimiento con cinco pisos y en el segundo, donde cenamos, llamado el Purgatorio, también venden “souvenirs” de Colombia.
El lunes 27 a las 13h00 salimos para Cartagena en avión. Una hora de vuelo. En la tarde tomamos un taxi desde el hotel Corales de Indias, donde nos alojamos, hacia el centro histórico de la ciudad. Centro colonial más grande y mejor conservado que el del Viejo San Juan y el de Santo Domingo, que apenas tiene tres calles coloniales. Esa zona colonial de Cartagena solo rivaliza con La Habana vieja, pero naturalmente la cartagenera está en excelentes condiciones de mantenimiento, pintura a todo dar, llena de hoteles “boutiques”, universidades y restaurantes gourmets, calles limpias y estrechas, donde de noche se llena el sector de paseantes en coches de caballos.
Un lugar emblemático que visitamos al atardecer, antes de ir a cenar comida peruana en el restaurante Cuzco, fue el Café del Mar, ubicado en Baluarte Santo Domingo 2, una parte de la muralla que rodea la ciudad y que aún se conserva intacta. Allí degustamos cervezas colombianas: rubia, negra y roja, que se consiguen en nuestra Capital en los puntos cerveceros de la ciudad. Nada comparable con la Presidente, regular o black. La nuestra es otra fragancia que compite con las alemanas, las belgas, inglesas y la Samuel Adams bostoniana.
Repusimos fuerza en la plaza Santo Domingo antes de ir a cenar en el restaurante Cuzco, situado en la calle Nuestra Señora del Rosario 3 (repito, todo en ciudades y aldeas respira religión católica). Para clausurar la excursión, fuimos el martes 28, en visita guiada, al Museo de la Esmeralda de Cartagena. Allí, al igual que la tienda de esmeraldas de Bogotá, nos explicaron con lujo de detalles los distintos tipos de esmeraldas, cuyos precios oscilan entre menos de mil dólares y más de 42 mil dólares, dependiendo de la gradación de limpidez, brillo y color.
El colofón fue una cena en otro restaurante gourmet: Amadeus, situado en la misma calle del restaurante Cuzco, pero un poco más cercano a la plaza Santo Domingo. El restaurante Amadeus está instalado en la antigua vivienda colonial del Marqués de Pestagua, en la época colonial.
El 29, antes del regreso al país, fuimos a visitar la Isla del Encanto, a una hora de Cartagena en lancha rápida. Día de descanso y observación. El mar estaba picado y preferí bañarme en la piscina. Allí observé siempre las travesuras de la emblemática ave de Colombia, maría mulata, aclimatada a la vida urbana y ladrona de comida, quizá familia de los córvidos, y a la que sin duda le han depredado su hábitat.