Por Ramón Oliver
El escocés Thomas Carlyle fue uno de los más destacados escritores y filósofos del siglo XIX, pero su nombre raramente aparecería hoy en un hit parade de los grandes pensadores universales. Y eso que uno de sus temas predilectos, el liderazgo, sigue siendo hoy un trending topic de constante debate en cualquier foro político, empresarial, académico o periodístico. Sus ideas sobre acerca de la figura del líder y lo que le rodea, condensadas en la «Teoría del gran hombre», continúan teniendo una enorme influencia entre buena parte de la clase dirigente actual (aunque esta raramente lo reconozca).
El motivo de este olvido deliberado es, probablemente, la consideración que se haría hoy de los planteamientos de Carlyle: trasnochados y políticamente incorrectos, cuando no indeseables en algunas de sus aseveraciones. Por ejemplo, aquellas que tienen claros tintes racistas (Carlyle creía que la raza negra era inferior), esclavistas y supremacistas (afirmaba la superioridad de las naciones germánicas). Ideas que lo hacen especialmente poco apetecible en términos intelectuales.
Carlyle también guardaba un fuerte desprecio por los sistemas igualitarios y democráticos («la democracia es el caos provisto de urnas electorales») o su admiración por las figuras autoritarias, como Guillermo el Conquistador o Federico el Grande de Prusia, del que escribió una extensa biografía. Según este pensador, convendría dejar las riendas de la evolución humana a estos «hombres fuertes», a los que consideraba superiores en inteligencia y capacidades al resto; solo ellos, según su perspectiva, podían salvar a la sociedad. Esta es la razón por la que el ensayista británico afirmaba que la historia de toda la humanidad es dictada por los actos de un puñado de grandes hombres: la sociedad progresa gracias a los golpes de timón de estos héroes y a su capacidad para arrastrar voluntades.
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Carlyle desarrolló su teoría del gran hombre en una serie de conferencias, recopiladas más tarde en un libro: Sobre héroes, adoración a los héroes y lo heroico en la historia. El pensador estableció seis categorías de héroes, ejemplificadas en grandes figuras: Odín (divinidad); Mahoma (profeta); Dante y Shakespeare (poetas); Lutero y Knox (sacerdotes); Johnson, Rousseau y Burns (escritores), y Napoleón y Cromwell (caudillos).
No hace falta atravesar siglos para encontrar contestación a los pronunciamientos de Carlyle. En su propia época, sus teorías fueron refutadas por el también británico Herbert Spencer (1820-1903), quien pensaba que atribuir la evolución de la humanidad a unos cuantos golpes de timón propinados por unos cuantos héroes era una visión demasiado simplista de la historia. Esos «grandes hombres» a los que tanta importancia concedía Carlyle no eran sino el coralario o producto de sus épocas, defendía Spencer. Unos años más tarde, la psicología colectiva, representada por pensadores como Gustave Le Bon o Escipión Sighele, también relativizó el papel de los grandes hombres en el devenir de unas sociedades que definían a sus propios líderes.
Hoy, las últimas corrientes del liderazgo también siguen una dirección opuesta a Thomas Carlyle, abogando por desterrar el tipo de liderazgo unipersonal y mesiánico para reivindicar una visión del mismo más coral en la que cada miembro de la organización contribuya con su aportación a la gestión del proyecto, ya se trate este de una comunidad de vecinos, una empresa o el Gobierno de una nación.
Su razonamiento es que, frente a los caudillos solitarios y falibles, es mucho más efectiva una dirección compartida en la que todas las voces son escuchadas y actúan como contrapeso las unas de las otras. De este modo, se evitan posibles derivas dictatoriales, decisiones arbitrarias nacidas de egos descontrolados o la inacción por miedo al error que a veces atenaza a este tipo de líderes.
El mito del héroe, sin embargo, lleva presente entre nosotros desde mucho antes que Carlyle, lo que hace que resulte difícil desembarazarse de él. Puede que hoy no resulte muy políticamente correcto erigirse en caudillo de nada, pero muchos líderes actuales siguen aspirando secretamente, como sostenía el autor escocés, a cambiar el curso de la historia con un golpe de genialidad que les garantice una página en la misma.
Esta nostalgia del liderazgo de rasgos heroicos es especialmente patente en el ámbito político, donde se practica abiertamente el culto al líder mediante actos multitudinarios y discursos grandilocuentes (y donde a medida que se acerca el final de una legislatura crece el riesgo de un golpe de efecto o decretazo que deje huella palpable del paso de una determinada administración), pero también es una realidad –aunque más sutil– en las empresas. El discurso oficial dirá que la organización se rige por un sistema democrático de toma de decisiones en el que todos sus miembros son importantes y tienen la oportunidad de aportar sus ideas, pero es preferible no engañarse: en la intimidad del despacho, muchos siguen teniendo como modelo el de Steve Jobs, Elon Musk o Mark Zuckerberg; es decir, el de genios-tiranos que, de haber sido contemporáneos de Thomas Carlyle, habrían hecho las delicias del autor, proporcionándole una séptima categoría (la de «empresarios») para su taxonomía de héroes que trazan el curso de la historia.
(Fuente: Revista digital Ethic)