Desde Colón, el problema de la paternidad responsable ha sido un mal general. Más de la mitad de nuestra población proviene de hogares sin papás o donde papá no ejerce su papel. Somos una población heterogénea, racial y culturalmente donde las mayorías nunca han sido parte de la Sociedad ni del Estado. Ni hemos sido propiamente ciudadanos en una sociedad inicialmente dominada por el conquistador-colonizador, y luego, por la minoría heredera, que por generaciones ha reproducido un Estado ajeno, distanciado y opresor, el colmo de la alienación social y política.
Los colonizadores tenían hijos por doquier, y los africanos probablemente también. De no haber sido por los invaluables registros y actas de nacimiento levantadas con esmero por los religiosos católicos, casi todos seríamos realengos, hijos de nadie, sin nombres ni apellidos.
Recientemente escuché a un sacerdote relatar que en una visita a un orfanato, el rector le advirtió: “No se ocurra predicarles a estos niños sobre el Dios Padre. La mayoría no lo entiende por no haber tenido papá, o por tener fuertes conflictos con la figura paterna”. Consecuentemente, y por extensión y asociación, lo mismo ocurre respecto de la autoridad del padre, del Estado, y también respecto a la autoridad y la creencia en Dios. Se trata, en todos estos casos, de la causa de grandes desórdenes identitarios, emocionales y espirituales; siendo especialmente notoria la rebeldía frente a las normas jurídicas, las propiedades y asuntos pertenecientes al Estado. Quien no participa de la bendición de ser hijo legítimo o, al menos, bien amado, de por lo menos su madre, no acepta sin gran dificultad el indoctrinamiento de la cultura formal, ni el discurso oficial del Estado, ni las reglas de juego de la sociedad; y suele rechazar la idea de un Dios bueno y justo.
Cuando estos tres elementos (Papá, Estado y Dios) no están alineados, una sociedad tiene gran dificultad para funcionar medianamente bien. Las sociedades modernas, desarrolladas, incrédulas, agnósticas, cínicas o descreídas requieren, además de la inercia conformista de la tradición, de un nivel muy elevado de incentivos y sanciones para que la población acepte las metas y normas legales y culturales. Cuando en una sociedad, como la nuestra, no se tiene lo primero (los elementos éticos, espirituales y afectivos de conformidad con la sociedad-Estado), y tampoco lo segundo (el sistema de incentivos y disuasivos amparados en la capacidad represiva-motivadora de la economía y Estado-sociedad), entonces, hay una alta propensión a la disolución. Cuando, además, el liderazgo es precario, incapaz de orientar esas fuerzas y energías frustradas; la propensión es hacia la atomización-dispersión de la conducta (excesivamente ego centrista); el interés semejante prevalece sobre el interés común; abundando las conductas evasivas, agresivas, disolutas. Son el apego a la familia y al paisaje, y una fuerte creencia en Dios, mezclada a menudo con santerías y voduismo, el soporte de una identidad y sentido de pertenencia difusos. La imposibilidad de emigrar masivamente, es lo que mantiene en pie una pseudo-sociedad como la nuestra… Y algunas esperanzas verdes… Porque las maduras suelen pudrirse a destiempo.