El desorden del tránsito empieza un mal día en la puerta de tu propia casa. Cuando crees que, como tantas otras jornadas, saldrás a enfrentarte a los peligros de la selva en la que se ha convertido, pero descubres que alguien decidió utilizar la salida de tu marquesina como parqueo. Te armas de paciencia porque decidiste que no vale la pena morirse de un pique, y te acercas al vehículo para pedirle al conductor que te haga “el favor” de permitirte salir de tu casa para ir a trabajar. Pero la puerta que se abre es la del asiento trasero, donde una niñera con un hermoso bebé en brazos te explica, mas con gestos que con palabras, que quien maneja está comprando algo en la farmacia de al lado.
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Decides replicarle que eso no le da derecho a obstruir la entrada y salida de tu casa, pero al ver su cara de susto decides mejor callarte, ya que no es suya la culpa ni tiene sentido, además de que sería injusto, desahogarte con ella. Aproximadamente diez minutos después de estar sentado en tu vehículo esperando que te dejen salir a trabajar aparece quien está manejando: una mujer joven, atractiva y bien vestida, que cuando quisiste reclamarle solo atinó a decir: “Ay perdona, que tenía que comprar unos medicamentos”. Y sin darte tiempo a reaccionar ni a decirle “cuatro verdades”, se subió a su yipeta, la encendió y salió disparada rauda y veloz.
Pero casi de inmediato te das cuenta de que decirle lo que querías decirle no hubiera cambiado nada, ni tampoco evitará que lo vuelva a repetir. Porque alguien que cree, y así se comporta, que cuando tiene una necesidad, en este caso detenerse en una farmacia, tiene derecho a pasarle por encima al derecho de otra persona no va a cambiar con insultos. Y como ella andan miles por ahí que no quieren hacer fila ni esperar que los semáforos cambien, lo que explica que el tránsito esté tan jodido y que no haya esperanzas de que cambie, pues esa gente padece uno de los peores males de los agitados tiempos que corren: individualismo extremis.