La muerte por intoxicación de una joven madre y su bebé de apenas dos meses de nacida duele en el alma, y duele tanto porque se trata de una tragedia que pudo haberse evitado si en este país no hubiéramos convertido la indolencia, no me cansaré de repetirlo, en política pública.
Por eso nadie se ha sorprendido al enterarse de que ya hubo otras víctimas del potente plaguicida utilizado de manera indiscriminada en una torre de Piantini. Fue en el 2013 en un apartamento en Juan Dolio, donde murieron dos mujeres, una de ellas de nacionalidad uruguaya, porque otro residente del edificio donde vivían decidió mandar a fumigar sin notificarle a sus vecinos.
No se recuerda que hubiera consecuencias por esas muertes, pero dos años después, en el 2015, volvió a pasar lo mismo, solo que en esa oportunidad la joven pareja que resultó afectada fue atendida a tiempo y logró salvar la vida. Tampoco hubo consecuencias entonces ni se hizo nada para evitar que volviera a repetirse, a pesar de que el padre de uno de los afectados, el poeta, ensayista y ejecutivo del Banco Popular José Mármol, realizó ingentes esfuerzos, tocó muchas puertas y conversó con autoridades de distintos niveles tratando de llevar conciencia sobre la peligrosidad de ese producto y la necesidad de hacer algo para regular o prohibir su uso.
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¿Cuántas personas más tienen que morir para que las autoridades tomen en serio este problema? Ayer el Ministerio Público informó que solicitará prisión preventiva de un año, como medida de coerción, contra el ciudadano francés responsable de la fumigación. ¿Habrá consecuencias esta vez?
Hay que mantenerse atentos al desenlace de ese proceso, mientras nos preguntamos si para evitar que estas tragedias se sigan repitiendo podremos contar con la voluntad y firmeza de nuestras autoridades. Que podrían empezar por lo más simple y sencillo, pero lo que nunca han hecho: aplicar las leyes y reglamentos que regulan la venta, uso y almacenamiento de los plaguicidas.