Uno de los inconvenientes insuperables de la supuesta destrujillización, fue el ADN. Aquella sociedad entre adolorida y entusiasmada, confundida además, a partir del 30 de mayo 1961 comenzó a buscar responsables de su propia indiferencia y participación. Miles de cómplices por omisión, con temor a la conciencia más que a las represalias, señalaban gozosos a hijos, sobrinos, abuelas, esposas, nietos de torturadores, asesinos, de soplones. En aquella confusión de roles y arrepentimiento, el ADN se usaba para desprecio y desprecio.
Atribuían culpas a personas ajenas a las fechorías de sus parientes. Neonatos unos, imberbes otros, sentían encima de su cabeza, la pesada losa de la acusación inveterada e injusta. Algunos, huyeron asustados de sus provincias, otros, aunque modificaran su estatus, emigraban a ciudades de países desconocidos, con la maleta repleta del descrédito que no le correspondía.
Después del magnicidio no hubo sanción para ningún torturador, asesino ni para los delatores que arriesgaron a tantos. EL acotejo criollo evadía el repudio a “los incontrolables” y a los más que conocidos integrantes de la “Banda Colorá”. Los Torquemada redivivos, continuaban acusando a desdichados herederos de los servidores del trujillato. Comenzando la década de los 80 el hijo de un símbolo del oprobio cubano, usado por Trujillo para persecución y agobio, era vilipendiado en las aulas universitarias. Cada vez que el pase de lista repetía su nombre, homónimo del padre, los profesores hacían un comentario y luego explicaban a la muchachada el historial de aquel matón asesinado. Destrozado por la inquina, abandonó los estudios y se convirtió en prófugo, atormentado por los crímenes del padre a quien no conoció.
Proporcional a la aversión de la cobardía fue la complacencia con muchos autores, perpetradores de desmanes inenarrables. Se produjo la inserción social de personajes funestos, conocidos por sus tropelías. El latrocinio fue santificado y las torturas excusadas, ungidos con la fragancia del perfume que usaba “el jefe” murieron ilesos y con ínfulas de patriotas. Relataban, sentados en bancos de parques o en el club, entre humo y copas, como si fueran historietas de marineros, el uso de picanas y foetes, sus traiciones, el rapto y la violación de niñas.
La campaña electoral trajo consigo la reivindicación maleva del ADN, el uso avieso de esa costumbre. Víctimas, en otro tiempo, de la agresión porque su parentela sirvió a la tiranía, reeditaron con saña la hazaña. Envanecidos, por el disfrute de un poder vicario, imputaban infracciones a quien no las había cometido. Peligrosa torpeza cuando la administración pública está ocupada por clanes, con ancestros beneficiarios de la impunidad que la conveniencia dicta. Para esos descendientes y colaterales procede la indulgencia. Nadie les recuerda el usufructo de fortunas forjadas gracias al enriquecimiento ilícito, patrimonio que les permite ser, actuar y evitar cualquier referencia al pasado delincuencial. La política pequeña está cargada de infamias, de juzgamientos desiguales aplaudidos por la medianía. Ahora que el presidente triunfante busca consenso para lograr una Constitución con su firma, podríamos comenzar por discutir y acordar, si usamos el ADN descalificador para juzgar a todos o a ninguno.