Nada los detiene. Ni el aumento de las penas; ni la acogida a la denuncia, ni el rechazo social. Se ha convertido, el femenicidio, en una vergüenza y una patología de la cultura machista. El problema no es el amor, ni el derecho a dejar de amar, ni el agotamiento emocional de vivir con una pareja que quiebra el afecto, la emoción, el apego, la admiración y respeto.
Qué sentido tiene vivir con alguien que te represente riesgo, inseguridad, humillación, acoso, desesperanza amorosa y mucha anemia emocional. La violencia de género no para, se reproduce en cualquier región del país, en diferentes barrios, afecta a diferentes familias, pero, siguen siendo más vulnerables las mujeres pobres, en edad productiva, dependiente de sus parejas, de su familia, y de pobre autonomía. Los agresores siguen los mismos indicadores: baja escolaridad, pobre tolerancia, inseguridad, celos morbosos, tendencia a la violencia, con tendencia al control de la relación y de la familia en función de proveedor, posesivos, controladores, mal manejo de la ira y de pobre agilidad y habilidad mental para resolver conflictos.
Los femenicidios, en términos psicosociales, se multiplica en parejas de exclusión social, de la vida marginal, de pobreza estructurada, con baja autoestima y con pobre auto-concepto, con pobre valoración para identificar parejas de alto riesgo o psicopáticas. El tema está muy estudiado pero las soluciones lucen agotadas y, para mal, lo estamos aceptando como una cultura de violencia, que por su cotidianidad, se percibe como algo normal.
Es más, en algunos sectores no se asimila como un problema de salud, de falta de políticas públicas y de Estado. El reducirlo a un tema policial, judicial, de los medios de comunicación, de caminatas, talleres, y ruedas de prensa, no se ha podido detener, reducir o solucionar de forma significativa. Pero tampoco se ha podido resolver con el impacto y el tema de salud mental de las familias e hijos huérfanos de la violencia, a veces, de ambos padres. Y, ni hablar, del impacto en la mentalidad y comportamiento en los ciudadanos que han presenciado o han perdido una hija, una hermana o una prima o amiga producto de un femenicidio.
Los femenicidios han arrastrado e impactado a la familia, a los hijos y a todo el tejido social. Son cientos de niños huérfanos, producto de la violencia machista; y, lo peor, es que son víctimas de sus padres. Esos niños crecen con frustraciones, ansiedad, depresión, estrés postraumáticos, y con una carga de daño psicoemocionales y afectiva que es difícil de superar. De ese dolor se habla poco, pero tampoco se sabe quién le da el seguimiento y la ayuda a las familias víctimas de femenicidio.
Cada día cae más de una mujer; cada semana son tres o cuatro, y cada mes, pasan de nueve, el hecho que sea una, ya es una vergüenza y un dolor que afecta a todos. La violencia machista parece no detenerse, es cíclica, recurrente, periódica, cotidiana y perversa, pero no hemos podido darle una respuesta ni como país, ni como instituciones que pongan en prioridad la violencia de género, que proteja la familia y a los niños. De que hay soluciones, las hay. El tema es político, humano y social. Pero afecta a todos.
Los indicadores hablan de que la metodología aplicada no incide en la disminución, ni en la solución, ni en el diagnóstico y, mucho menos, en la identificación del hombre de alta peligrosidad con indicadores psicopatológicos para establecer diagnóstico temprano. Pero también, es asunto de los pocos recursos que destinan a esas políticas públicas sobre violencia de género. Me apena tener que volver al tema, pero no puedo aguantar la rabia y la impotencia.