El descubrimiento de América por Cristóbal Colón, el 12 de octubre de 1492, fue uno de los acontecimientos más extraordinarios y trascendentales que registra la historia de la humanidad. A pesar de la abundante literatura que ha generado la figura del Gran Almirante, no es mucho lo que se conoce de su accidentada vida. ¿Sus antepasados eran judíos originarios de Cataluña? ¿Cuál era su verdadero nombre? ¿Cristóbal Colón? ¿Christóbal Colombos o Colomo? ¿Era genovés, catalán, gallego, español o italiano? ¿Por qué siendo oriundo de Génova como afirman muchos no hablaba italiano? ¿Dónde reposan sus restos mortales? ¿En el monumento edificado a su memoria en la ciudad de Santo Domingo o en la Catedral de Sevilla? Algunos han visto en Cristóbal Colón la figura de un visionario místico, una especie de enviado de Dios. En otros, salta a la vista un Cristóbal Colón en constante pugna por acceder a la riqueza y al honor de la aristocracia, un marino de conocimientos limitados, pero, de intuición genial, un hombre resentido que huye de un pasado que lo perturba, en fin, un aventurero inhibido por miedo al fracaso.
El 12 de octubre de 1998, el autor de esta crónica hizo acto de presencia en el muelle de Santo Domingo para observar las maniobras de llegada de tres pequeñas embarcaciones, reproducciones cuasi exactas de la nao La Santa María y de las carabelas La Pinta y La Niña. En esa ocasión, nos preguntamos: ¿Fue en barquitos como esos que Cristóbal Colón, Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón cubrieron una travesía de más de 5 mil millas náuticas desde el puerto de Palos de la Frontera de Sevilla hasta aquí, atravesando el océano Atlántico en solo dos meses y días? No nos cabe la menor duda de que se requiere de muchos conocimientos de geografía, de astronomía y de náutica para llevar a feliz término una aventura como esa. Dos teorías acerca de los límites de la Mar Océana, la de la existencia de las Antípodas y la del Atlántico limitado, ejercieron influencia directa sobre el proyecto de Cristóbal Colón de aventurarse a navegar hacia occidente partiendo de Europa en busca de nuevas tierras. La teoría de la existencia de las Antípodas y la del Atlántico limitado tenían una gran tradición y contaba con miles de adeptos. Ambas se referían al problema del tamaño del globo terráqueo. Y ambas surgieron como respuesta a ese mismo problema.
Cristóbal Colón debió de superarse culturalmente antes del año en que descubriera América. Su trasformación de marinero en navegante y geógrafo no debió de ocurrir de la noche a la mañana.Tuvo que haber sucedido mucho antes de que partiera del puerto de Palos en búsqueda de nuevas tierras. Por lo que cabe decirse que sus lecturas contribuyeron a la formulación de su proyecto de descubrir nuevos espacios navegando hacia occidente y a su posterior presentación ante los reyes Juan II del Portugal y a los Católicos de Castilla y Oregón.
Aquello de que la tierra era redonda había sido subestimado desde la antigüedad a pesar de que el cálculo disponible, el de Eratóstenes de Alejandría, tenía un error de solo un cinco por ciento, tal vez menos. En sus labores, el cosmógrafo griego había utilizado un método de cálculo teóricamente infalible consistente en validar por trigonometría el ángulo subtenso en el centro de la tierra mediante una línea medida entre dos puntos del mismo meridiano. La idea de que pudiera existir una segunda masa de tierra en medio del océano opuesta al mundo conocido vulneraba dos dogmas firmemente establecidos: el que todos los hombres descendían de Adán, y que los apóstoles habían predicado por todo el mundo. El historiador español Felipe Fernández Armesto, en la página 44 de su obra “Colón” publicada en Barcelona en 1991 por la Editora Crítica, al respecto, expresa lo siguiente: “La creencia en las Antípodas en la postrimería de la Edad Media puede compararse perfectamente con la convicción de la existencia de mundos habitados en el espacio exterior, pues ambos tipos de mundos eran fervientemente imaginados y escépticamente desechados”. Sin embargo, la posibilidad de la existencia de las Antípodas era cada vez más aceptada. A comienzo del siglo XV, Pierre dAilly, el cardenal reformador de Turena se refería a ello en su “Imago Mundi”, una de las obras cosmográficas más influyentes en ese periodo. En su “Historia Rerum” de mediados del siglo XV, Enea Silvio Piccolomini, el futuro Papa Pío II, concedió a la teoría de la existencia de las Antípodas su aprobación implícita, aunque luego la descartara, recordando que un cristiano debía preferir la visión tradicional.
Ptolomeo, matemático, astrónomo y geógrafo griego, afirmaba que el mundo conocido se extendía en una masa de tierra continua desde las extremidades occidentales de Europa hasta el límite oriental de Asia y que entre ambos puntos existía un océano intermedio y que era teóricamente posible pasar de Europa a Asia a través del Atlántico. En esto coincidía el saber de Ptolomeo con los proyectos de Cristóbal Colón de que hacia el sur del mundo conocido existían tierras desconocidas. Pero, el Atlántico a que se refería Ptolomeo era demasiado amplio para ser navegable. De acuerdo con su tesis, la travesía de ese océano implicaría un viaje de más de ocho mil millas náuticas a través de la mitad del globo, lo que significaría una distancia muy por encima de las posibilidades de cualquier embarcación de la época.
La teoría de un Océano Atlántico limitado fue cultivada en el círculo del cosmógrafo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, cuyas opiniones al respecto fueron expresadas en una carta dirigida por él al Rey Juan de Portugal en junio de 1474 y en una recapitulación subsiguiente dirigida a Cristóbal Colón. Toscanelli estimaba que la distancia entre Las Canarias y Asia era de cinco mil millas náuticas, distancia imposible de recorrer según los parámetros de la época; pero el cosmógrafo italiano consideraba que el viaje se podía interrumpir en “Antillia” o en el Japón que según Marcos Polo se hallaba una gran distancia de China. Cristóbal Colón pensaba que los cálculos de Toscanelli eran demasiado exagerados y se propuso reducirlos buscando opiniones alternativas que permitieran pensar en un viaje más corto. El propio Ptolomeo le permitió a Colón aproximarse a una de ellas, las de Marino de Tiro que excedía en cuarenta y cinco grados las estimaciones del florentino de la extensión de las tierras del mundo conocido. A partir de ahí, Colón basó sus cálculos de amplitud del océano Atlántico y del tamaño del globo terráqueo en el libro “ Imago Mundi” de Pierre dAlly que Colón había leído antes de 1488. Los cálculos de Colón andaban por un 25% de la extensión real del Océano Atlántico. No caben dudas que, antes de embarcarse en el puerto de Palos de Moguer el 3 de agosto de 1492, Cristóbal Colón ya era lo suficientemente culto como para añadir los atributos de un geógrafo a los logros de un navegante experimentado.
Al mando de una flota compuesta por dos carabelas, La Pinta y La Niña, y una nao, la Santa María, e investido por los Reyes Católicos con el rango de Gran Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón zarpó del puerto de Palos la madrugada del 3 de agosto de 1492, con una tripulación de 88 hombres, contándose entre ellos delincuentes y personas de mal vivir. La noche del jueves 11 de octubre Cristóbal Colón vio una luz en el horizonte. A las dos de la mañana del día siguiente, un marino sevillano llamado Rodrigo de Triana estirándose desde la arboladura de La Pinta gritó ¡Tierra! ¡Tierra! Colón no había llegado al Japón, había descubierto a América.
*El autor es Catedrático Meritísimo de la UASD y Capitán de Navío (r) de la Armada de República Dominicana