De mercaderes a delincuentes

De mercaderes a delincuentes

La toga guardaba secretos. El precio de la sentencia o del no ha lugar, estaba entre los pliegues del faldón. Había temporadas para el desenfado, sin consecuencias. La urgencia que imponía el cierre por vacaciones, el establecimiento de turnos, multiplicaba el afán, la confusión en procura de favores.

Había fajos de papeletas. A veces salían de los libracos y de aquellos maletines atiborrados de boletines judiciales y jurisprudencia francesa, de recortes de periódicos y papel carbón. Había estrados con gavetas, fiscalías con cajones para guardar el depósito perentorio y la propina para encomenderos. En el trajín asomaba algún despojo con pasado de honestidad, que no encontraba lugar en el sube y baja de la diligencia espuria. Esos licenciados forjados en el miedo, con el rigor que exigía la tiranía, cautos para la extorsión y el dolo. Algunos, con experiencia envidiable, quedaron fuera del poder judicial y del ministerio público. Refugiados en la academia no sabían acomodarse al nuevo tiempo. Ni tan osados para defender a las víctimas de los abusos del poder ni tan complacientes para sentarse como subordinados en las tradicionales oficinas de abogados.

Estaba también en los corredores judiciales, la veteranía concupiscente, avalada por una prestancia inexpugnable que camuflaba la infracción cotidiana, con el talento. Impresionaba. Nadie denunciaba sus artimañas porque amedrentaban con alardes de poder, con el apoyo del quepis y la complacencia de Palacio. Entraban y salían los leguleyos que lograron fama gracias a una labor denodada, sin límites, con presencia en todos los departamentos y jurisdicciones. Y una mano maestra que jamás fue anónima, sabía ubicar y mover las marionetas. El desborde se produjo y Balaguer, como si fuera Pilatos, comparó la justicia con un mercado persa.

Los prohijadores de las reformas evitaban la miseria de pasillo judicial pero sufrían las consecuencias. Con un ejercicio ajeno al quehacer penal, la mayoría resolvía sus asuntos sin estridencias. Dirimían sus litigios en espacios de arbitraje informal. Los abogados del dólar, representantes de grupos legendarios de impunes, desconocían las banquetas de los Palacios de Justicia. Como la ley “no” es igual para todos, cuando intuían que el principio peligraba, acompañaban a sus representados al despacho correspondiente o pedían cita al senador adecuado para encaminar la petición. El narcotráfico, más allá de la Ley 168-75 aguzó los sentidos de actores del proceso. La necesidad de complicidad con el aparato represivo del Estado era imprescindible para no perecer en el fangal de tribunales desvencijados y de lóbregas oficinas policiales. Después de promulgada la Ley 50-88 sobre Drogas y Sustancias Controladas, el cohecho fue más allá de lo previsible y la chicana también.

Las reformas del 1996 provocaron euforia pero pronto la decepción fue proporcional al entusiasmo. Doctorados, diplomados, talleres, las carreras, intentaron encubrir la falencia. No ha sido posible.

Apostaron y no perdieron, lograron un poder judicial con emprendedores, agentes libres que cotizan sus decisiones e invierten para mantener principalía. Nadie puede alegar ignorancia. Ahora el desmadre está en la picota. El Consejo del Poder Judicial ha suspendido, sin disfrute de sueldo, a seis jueces. La desmemoria intenta desconocer lo que el pasillo sabe. La honorabilidad alega ignorancia y se monta en el potro de la denuncia. La misma que no va pero envía, que por interpósita persona solicita y obtiene.
Aquí no hay candidez, hay connivencia más que temor. Desenredar la madeja compromete demasiado. Empero, si la investigación se queda en patíbulo mediático, la frustración será ganancia para los infractores. Consagración del desastre. Las revelaciones estremecen pero se olvidan. Desnudar servidores judiciales es tarea muy difícil, arrastra a muchos.

La magistrada Eva Joly, recuerda en IMPUNIDAD, que sin abogados no habría blanqueo de dinero. El 15% de los beneficios del crimen les corresponde. Denunciar la mancomunidad entre bufetes, jueces y fiscales es inmolación. El desafío es enorme para el Consejo del Poder Judicial, también para el Ministerio Público. Se trata de probar que los mercaderes son malhechores.

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