Devoradoras de espacios que no deben escapar por completo a dominio público, las inversiones en infraestructuras para visitantes externos tienden a restar acceso al vacacionista dominicano y no todas las autoridades regionales procuran que a cada encanto playero puedan penetrar nativos. Adjetivo apropiado por aquello de que los «carapálidas» de filmes del oeste quitaban su hábitat natural a pieles rojas y siux de flechas en alto. La pujanza de esta industria no debe agregar a pasivos sociales la reducción de disfrutes a la población local en vez de fomentar la convivencia con extranjeros que regularmente admiran la hospitalidad que por doquier encuentran por estos lados. Contra la acogida a veraneantes que no cruzan océanos gravitan también degradaciones de sitios favoritos suyos como Boca Chica.
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La abrumadora franja del comercio informal pega gritos al cielo por perder visitantes; sin reconocerse como factor que arrabaliza junto al floreteo de ofertas de sexo, con inclusión de adolescentes, que niegan el ex paraíso a la excursión de familias. Súmase el que a esplendorosos cotos de cierta virginidad que el periodismo explorador descubre en el país a modo de Indiana Jones solo se llega a lomo de mulas o en el «carro de Don Fernando: a pie o andando». El turista criollo que no arriba a Punta Cana en avión o barcos atraviesa otra «jungla»: un tránsito terrestre lleno de riesgos. Apena ver, además, populosos destinos fluviales sin condiciones apropiadas ni protección a bañistas.