A Mauricia Álvarez, in memoriam

A Mauricia Álvarez, in memoriam


PRIMERA ENTREGA DE UCRANIA

Una isla de Saba nos espera al llegar. Inmensa y árida masa rocosa que, camino a Palermo, se trasforma en un bestiario de fantásticos animales. Por kilómetros, un cocodrilo enorme nos acompaña, italiano Morro de Montecristi, pero más extendido, más largo, seco y arrugado como las rocas de que está hecho.
En las austeras casas color ocre y rosado viejo, predomina la memoria del desierto en los jardines, donde estallan florecidos cactus de toda variedad, arecas, y buganvilias. Jardines donde las palmas fueron traídas por los colonos “indianos” que tuvieron éxito en nuestras islas, y que vamos identificando como vestigios de las colonias en el sur de España, o la costas de Barcelona, o en Sicilia, donde nos espera la arquitectura del Vedado y Miramar, en La Habana.

Hermoso este sobrio urbanismo, austeros palacetes con amplios balcones, persianas de madera, vitrales de cola de pavo real y balcones que parecen de encaje, tan distinto al despliegue de detalles de que alardea la arquitectura francesa, tan rococó y bellamente recargada.

Mañana iremos al Teatro Mássimo, en Palermo, tercera Sala de Opera del mundo, donde en la escalinata asesinaron a la hija del Padrino y un grito que supera al de Munch nos demuestra como el dolor se instala en el imaginario mundial, vía el cine.

Julia y yo nos desplomamos en las escaleras, heridas de muerte por la nostalgia de nuestra temprana juventud. “El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”.

En el Palco Presidencial me siento al lado del Padrino, quien contempla embelesado la actuación de su hijo, le comento lo bien que canta, pero no parece oírme; y trato de interceder por la hija que pronto morirá en las mismas escalinatas donde me he desplomado antes, como si recibiendo el disparo pudiera salvarla de lo que vendrá, pero sigue sin escucharme.

Apelo a Diane Keaton, (Kate), quien luce espléndida. La vengo amando desde Annie Hall y Manhattan, pero tampoco me escucha. Le halo la manga: ¡Hey, trata de evitar que tu hija se acerque a su padre al bajar las escalinatas!, a no aval.

Tienes complejo de ángel, pero eso solo sucede en las películas…
¿Desde cuándo las películas son películas?
Desde que sales de la sala de proyección, querida…
¿Y esto qué es?
Sicilia…
¿Cuál de ellas?
A la que has regresado…
Es que nunca me he ido…
Te fuiste cuando salimos del Teatro Mássimo y te dieron el tiro, ¿recuerdas?
Tengo puesto el mismo vestido…
Y aún chorreas esa sangre…
Todas las sangres son iguales…
No todas. La mía y la tuya se vertieron en la cárcel…
No volvamos a machacar sobre Balaguer y los doce años…

Ni sobre Isabelita y su brujo…
Culpa de nuestra relación, de la Tricontinental, y de tu discurso. Si no hubieras aceptado hablar por las mujeres de la región, no nos hubieran identificado, el Cóndor no nos atrapa…

Y culpa tuya Julia. Yo te decía no me abraces tanto, no me agarres las manos en público, pero vos creías que La Habana era la libertad, que allí tenías licencia para hacer y deshacer,
para ser todo lo que se te saliera de los ovarios. Yo te decía: ¡Pará, pará, pará!, pero no. Vos tenías que bailar cada vez que escuchabas música. Meterte en los grupos de Son callejeros, tocar las maracas, mientras los músicos te veían como loca a la que hay que complacer, porque a los locos no se les lleva la contraria. Como a una extrajera a la que todo le está permitido, a la que no se puede tocar.

Y, ¿sabes por qué? Porque estabas acostumbrada a actuar como una aristócrata, a hacer lo que te viniera en ganas.

¡Rosa! Ahora la que te pide que no te equivoques conmigo soy yo. Tuve que sufrir demasiado a manos de los “compañeros” por mis “orígenes burgueses”, para que ahora tú también te sumes al rosario…
No es eso, es que a vos nadie nunca te dijo que hacer o no hacer, donde podías estudiar, si podías o no salir del país. Vos nunca estuviste confinada a treinta calles, en una ciudad que solo existe en ciertos mapas y cuyo nombre hacer reír a todos los que lo escuchan: Mariupol. ¿Mariuqué? ¿Y dóndediablos queda esa aldea? Vos nunca tuviste que explicar que tus padres eran exilados comunistas españoles, ni que toda la vida fueron obreros metalúrgicos y que lo único bello de Mariupol era el puerto y que la ciudad existía entre la confluencia de los ríos Kalmius y el Kalchyk. Para mí, los puertos siempre fueron puertas a la libertad.

Me sentaba por horas a observar el ir y venir de los barcos de carga y me veía trabajando en lo que fuera, en los más exóticos. Los que viajaban a Noruega, a la China, o al África. Nunca odié tanto ser mujer. Y luego estaba el vivir rodeada de agua, en medio de dos ríos.

Yo pensaba en todo, y era yo la que tenía que sufrir todos los días los ataques de mis compañeros de clase por ser “extranjera”… Vos nunca tuviste que soportar las agresiones de los nacionalistas por el quemarte en la hoguera de la maledicencia, a pesar de tus padres, o de tus apellidos…

¿Y tú crees que el enemigo no estaba también en Cuba, mirándonos con lupa?
Culpa de la vida, no teníamos otra alternativa que morir por la alegría”…

No me fastidies Rosa, esa frase de Fusik no nos sirvió de nada en los interrogatorios. A mí me tocó un Torquemada que para colmos de ironías se llamaba Inocencio. Sólo le faltaba recitar el “Fortalicium Fidei”, mientras me pinchaba la vagina y los senos, con aquella aguja enorme, imagino que buscando “la marca sexual de los comunistas”. Cuando me perforaba por todas partes repetía: ¡Demonio de mujer!

Parece que se tomaba su profesión muy en serio porque dominaba la técnica del Potro y hasta tenía una réplica de los aplasta pulgares, que no pude soportar. Cuando comenzó a romperme los dedos de los pies denuncié hasta la falsedad de la rotación del sol y de la luna. Prefiero los métodos de la Mafia. Un tiro, una ráfaga, y ya.

A mí me tocaron dos sicarios, como los dos Dominicos del “Malleus Maleicarum”. Evitaban por todos los medios mirarme, para no contaminarse, o conmoverse, mientras me torturaban, por aquello de que somos “los dobles no deseados para la mirada masculina”.

Esos también eran fanáticos religiosos y se especializaban en meternos peras por la vagina que una vez adentro se iban abriendo. No hay parto que iguale ese dolor. A los compañeros por el ano. No sé qué enredo tenían en la cabeza porque las mujeres éramos simultáneamente putas, indieles, promiscuas, lesbianas; y los compañeros maricones, pederastas, pedófilos, promiscuos, infieles, es decir, no éramos ni lo uno ni lo otro, sino todo lo que se les podía ocurrir, lo que era “pecado”.

Lo bueno de trasmigrar en la cárcel es que en la sala de torturas también están ellas. A mí la que me daba vueltas era Andrea Evangelina, los ojos desorbitados, gritando vituperios en francés contra Trujillo.
A mi, requeteflaca, Evita,.

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