Afluentes de la literatura dominicana en la literatura hispanoamericana

Afluentes de la literatura dominicana en la literatura hispanoamericana

Juan Bosch

La literatura dominicana tiene un corpus que ha sido estudiado en distintas universidades de Estados Unidos, Europa y el Caribe. Sin embargo, la existencia de una literatura nacional puede ser cuestionada en la medida en que ella tiene una precaria presencia en la vida institucional y cultural del país.

La Era de Trujillo fue, aunque muchos no lo crean, un paréntesis en el que se encerró el impulso que tenía la cultura dominicana desde el último cuarto del siglo XIX. A los narradores que surgieron en la década de 1930 les sucedieron pocos creadores que realizarán una literatura continua y relevante.

A los escritores como Bosch y Marrero Aristy le siguieron autores que no pudieron desarrollar su potencial creativo como José Rijo, Hilma Contreras y Néstor Caro. No hay la menor duda de que estos escritores dejaron obras que deben ser leídas y estudiadas dentro del corpus narrativo del país, pero ellos se quedaron encerrados en la ciudad del dictador.

El único narrador que logró pasar nuestros límites insulares fue Juan Bosch, quien llega a la culminación de su obra cuentística con la publicación de “La muchacha de La Guaira» en 1955. Más allá quedan limitados y atrapados políticamente, Francisco E. Moscoso Puello (“Cañas y bueyes”, 1935), Tomás Hernández Franco (“Cibao”, 1951); Julio González Herrera, (“Trementina, clerén y bongó”, 1943) y Ramón Lacay Polanco (“En su niebla”, 1950). Los libros de cuentos más significativos publicados en las décadas de 1940 y 1950 son: “Los cuentos que Nueva York no sabe» (1949), de Ángel Rafael Lamarche, y “El candado” (1959), de José Mariano Sanz Lajara.

El fuerte de nuestra literatura en ese período fue la poesía, con autores como Héctor Incháustegui Cabral (“Poema de una sola angustia”, 1940), Franklin Mieses Burgos (“Clima de eternidad”, 1943) y Freddy Gastón Arce (“Muerte en blanco”, 1944) y “Vlía”, seleccionados en “Retiro hacia la luz”, 1980), además de los ya citados Pedro Mir y Manuel del Cabral. A finales de la década de 1950 surge una cantera de nuevos escritores como Virgilio Díaz Grullón (“Un día cualquiera”, 1958) y Marcio Veloz Maggiolo (“El buen ladrón”, 1960). Estos cerraron el paréntesis creado por la Era de Trujillo en la cultura dominicana. Afirmación que se puede ejemplarizar en que, del rico movimiento feminista que se inició desde la fundación del Instituto de Señoritas por Salomé Ureña Díaz, solo quedaron dos poetas sobresalientes: Carmen Natalia Martínez (1917-1976) y Aída Cartagena Portalatín (1918-1994).

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A la caída de Trujillo, un grupo de escritores pasó a conformar otra sociedad letrada. Las promesas de la narrativa dominicana aparecieron en la antología “Narradores dominicanos” (Caracas, Monte Ávila Editores, 1969), de Aída Cartagena Portalatín son: Ramón Francisco, Armando Almánzar Rodríguez, Marcio Veloz Maggiolo, René del Risco, Iván García, Miguel Alfonseca, Antonio Lockward Artiles y Enriquillo Sánchez; además de los antecesores, Hilma Contreras y Juan Bosch.

Cuando miramos las obras escritas por estos nuevos escritores de nuestra narrativa nos damos cuenta de que no todos ellos culminaron una obra trascendente y que otros no continuaron en el género narrativo, como Ramón Francisco, crítico literario; Iván García, mejor conocido por sus obras teatrales; Enriquillo Sánchez, como poeta. Mientras que Miguel Alfonseca y René del Risco no desarrollaron todo su potencial creativo.

En el año 1955, Joaquín Balaguer, a la sazón secretario de Educación, Bellas Artes y Cultos, creó los Premios Nacionales de Literatura y reformuló el canon literario con la firma institucional: Salomé Ureña de Henríquez, primera poeta; Pedro Henríquez Ureña, ejemplo de mejor ensayista; José Ramón López, nuestro primer cuentista; Cristóbal de Llerena, nuestro primer dramaturgo, y Manuel de Jesús Galván, figura principal de nuestra novela.

El centenario de la independencia en 1944 dio pie a que el grupo trujillista encabezado por Manuel Arturo Peña Batlle le diera una visita al canon de la literatura dominicana y al festejar los 25 años de la dictadura de Trujillo en 1955, volvieran los ciudadanos letrados afectos al régimen a proponerse un plan de publicación de los clásicos dominicanos, lo que les permitió afianzar sus ideas del canon de nuestra literatura. La participación institucional siguió con la Feria del Libro, la Biblioteca Nacional (1971) y luego con la fundación de la Secretaría de Cultura…

La participación institucional en la construcción de la noción de literatura dominicana es sumamente ideológica y estuvo ligada a la propaganda del régimen de Trujillo, en la que sus intelectuales (véase “Cuadernos Dominicanos de Cultura”) buscaron demostrar que constituimos una nación de expresión política democrática y no lo que en verdad éramos: la finca de un tirano. En el mundo académico dominicano poco se ha realizado por la institucionalización de la literatura dominicana. Recientemente se han venido a formalizar ciertos estudios graduados. Sin embargo, en Puerto Rico se creó una cátedra de literatura dominicana en el recinto de Río Piedras de la UPR y en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe se han dictado varios cursos.

Al llegar aquí creo que no podemos dejar de prestar atención a la afirmación del doctor Pedro Vergés cuando afirmó que la literatura dominicana no existe. Octavio Paz, en una conferencia dictada en la Universidad de Yale (“Meditaciones”, 1979) decía que las literaturas nacionales solo tienen existencia a través de algunos nombres que cruzan los límites nacionales para conformar la Literatura Hispanoamericana. Teniendo como certera esta afirmación debemos preguntarnos de qué forma la creación verbal en la República Dominicana ha contribuido en la formación de la literatura del continente.
Responder a esta pregunta nos hace también ver que existen dos literaturas dominicanas. Aquella de la cual tenemos mayor conocimiento y certeza de sus valores estéticos y aquella que todavía no ha sido estudiada ni ponderada. La literatura que estamos descubriendo cada día. Asunto que se debe a la precariedad editorial, al olvido institucional y a nuestro desconocimiento.

A continuación presento una lista de obras y autores que podían iniciar una discusión sobre el tema: Pedro Henríquez Ureña (“Las corrientes literarias en América Latina” 1945); Max Henríquez Ureña (“El retorno de los galeones”, 1963), Juan Isidro Jimenes Grullón (“La filosofía de José Martí”, 1960); Juan Bosch (“De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, 1970) y Antonio Fernández Spencer, “Caminando por la literatura hispánica” (1962). Mientras que Pedro Mir (“Viaje a la muchedumbre”, 1971), Franklin Mieses Burgos (“Clima de eternidad”, 1944); Manuel del Cabral (“Los huéspedes secretos”, 1951); Freddy Gastón Arce (“Viaje hacia la luz, 1980); Manuel Rueda (“La criatura terrestre”, 1975); Aída Cartagena Portalatín (“Una mujer está sola”, 1955). Por otra parte, en la narrativa breve listo a: Juan Bosch (“La muchacha de La Guaira», 1955); Ángel Rafael Lamarche (“Los cuentos que Nueva York no sabe”, 1949); Sanz Lajara (“El candado”, 1959); Hilma Contreras (“El ojo de Dios, cuentos de la clandestinidad”, 1961) y Díaz Grullón (“Más allá del espejo”, 1975).

En la novelística entraría “Enriquillo” de Manuel de Jesús Galván; “La sangre” de Cestero; “Biografía difusa de sombra Castañeda” (1984), y “La vida no tienen nombre” (1966) de Marcio Veloz Maggiolo.
También “Magdalena” (1963) de Carlos Esteban Deive; “Cuando amaban las tierras comuneras (1978) de Pedro Mir, y “Sólo cenizas, hallarás (bolero)” 1980 de Pedro Vergés. Otras entraron en la lista de los afluentes de nuestra literatura a la literatura hispanoamericana.La mayoría de ellas producidas en los últimos cincuenta años.

En síntesis, un análisis en conjunto demostraría que, a pesar de su debilidad institucional y editorial, la literatura dominicana sigue aportando obras significativas a la creación literaria del continente.

Olvidos y ocultamientos, misterios de selección divergentes nos pueden ayudar a apreciar la diversidad de nuestras bellas letras.