Agresiones a los símbolos patrios y servicios públicos. Muchos objetos y representaciones de valor histórico, y otros solo de valor intrínseco pero importantes para el discurrir ordinario de la nación, son confeccionados con metales codiciados por una ratería de vieja data y persistencia para escapar de persecuciones.
Repetidamente, efigies y placas colocados en plazas públicas para la perennidad de homenajes a los héroes y trascendentales episodios nacionales desaparecen para ser llevados a fosos de la destrucción irreverente y clandestina que los reduce a pedazos para ser fundidos y llevados a usos locales y casi siempre embarcados como inofensivas trituraciones de «origen desconocido».
Un comercio denigrante que las autoridades (como ha denunciado el Instituto Duartiano) se han abstenido de combatir con el rigor que merece por sus perjuicios morales y materiales.
Se trata de un pillaje indoblegable que acaba también con líneas de transmisión eléctrica, data y vídeo, saboteando servicios vitales con costosos daños a instalaciones de un país que se va quedando sin tapas de alcantarillas.
Los rateros de la metalurgia se comportan como dueños y señores de espacios públicos y con toda impunidad nutren un renglón de exportación que transcurre por los muelles dominicanos como si se tratara de una mercancía de procedencia legítima a falta de una vigilancia que establezca diferencia entre lo legal y lo ilegal. Identificar los negocios que sustentan la depredación no puede ser difícil.