En el verano de París me ha vuelto a tocar de nuevo el aire gélido de la muerte. Muy temprano, me han comunicado la desaparición física de Antonio Lockward Artiles, figura que ahora pocos mencionan, pero que es su propio esplendor el que lo legitima. “Espíritu intranquilo”, como el título de su novela, combatió al trujillismo en el plano del pensamiento y la acción, y fue a parar muy joven, siendo seminarista, a las temibles ergástulas de La 40.
Contestatario, valiente, indoblegable. Por naturaleza, se oponía a eso que Michel Foucault denomina “El régimen disciplinar”, y desde el año 1961, después de la muerte de Trujillo, desempeñó un papel de liderazgo en todas las luchas democráticas de nuestro país. Fue un destacado dirigente de la Federación de Estudiantes Dominicanos, en las circunstancias especiales en las cuales el liderazgo estudiantil encabezaba las iniciativas de combates contra los remanentes de la tiranía trujillista. Sus discursos eran incendiarios, pero también cátedras abiertas de la interpretación de la historia nacional. Antonio nos aventajaba a todos en formación intelectual, y su visión de la historia la desperdigaba en cualquier frente u oportunidad que le proporcionaba el combate.
Nadie como él para definir objetivos de liberación frente al desenvolvimiento de la historia en movimiento. Jamás titubeaba, desde que terminó la carrera de abogado postulaba en los tribunales a favor de los obreros del Sindicato Unido de La Romana, de los presos políticos, de los desamparados a los que no llegaba una justicia cara y clasista. Un gladiador inagotable, un iluso, como Don Quijote, que no dejaba de tener su adarga al brazo para combatir contra la injusticia del mundo.
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Cuando estalló la guerra de abril de 1965 fue uno de sus primeros combatientes, e integró el “Frente cultural” que organizaba las actividades artísticas e intelectuales tras las trincheras. Había que oírlo hablar. Tras la flama de un verbo indagador, el juicio dolido por el destino miserable e indigno de un pueblo luchador y pateado.
Fue firmante y corredactor del “Manifiesto de los intelectuales», la visión del pensamiento progresista de entonces en medio mismo del fragor de la guerra, y formó parte del grupo “El Puño”, un grupo de clase media cuestionador de todo el arte y la cultura proveniente de la larga tradición autoritaria dominicana. Además, su gran amigo, el poeta haitiano Jacques Viau Renaud, lo designó albacea testamentario de su producción intelectual, y bajo su dirección se publicó el libro “Permanencia del llanto”, que dio a conocer al mundo a ese gran escritor dominico haitiano muerto por las tropas norteamericanas de intervención , en los ataques del 15 y 16 de junio de 1965 a la Zona Constitucionalista. Pero su visión disruptiva de los problemas estructurales de la sociedad dominicana lo llevaron, al final de la guerra, a formar el “Grupo La isla”, un grupo que proclamaba abiertamente no creer en un arte que tuviera su razón de ser en sí mismo.
Antonio Lockwart Artiles hizo un verdadero magisterio de su liderazgo en el Grupo La Isla. Nos obligaba a leer el pensamiento dominicano, la filosofía clásica, la historia dominicana y universal, el marxismo y sus tendencias, la literatura universal, etc. Las reuniones de los sábados en el “Club Sierra Aliés”, de la calle Enriquillo, eran una cátedra viva y un verdadero discurso del saber. Antonio estimulaba, provocaba y dirigía las largas jornadas de discusiones y confrontación de lectura del “Grupo La Isla”. Mientras escribo estas notas pienso en Norberto James, quien le debía tanto, porque Antonio tenía una especial predilección por abonar a su formación, y lo cuestionaba siempre de forma un poco más profunda.
El telón de fondo del papel de un personaje como Antonio Lockward Artiles, se abre esplendorosamente con su muerte, y los últimos años de su vida en silencio e ignorado. En un mundo como el de hoy, donde la visibilidad de los actores sociales se establece completamente diferente a la de nuestra época, Antonio Lockwart Artiles es una luz, un horizonte de reciedumbre y pureza que nos iluminará siempre.
¡Perra, la muerte!