Por Jeannette Miller
La palabra carnaval, del latin «carnemlevare», pasó al italiano como «carnevale» y en español evolucionó como hoy la conocemos. En todas estas variables, su significado ha sido «dejar a un lado la carne». Inicialmente el término se aplicó al martes de carnestolendas que precedía al Miércoles de Ceniza, día en que se inicia la Cuaresma. Por extensión, el vocablo se utilizó para denominar los tres días, o la semana completa que antecedían al recogimiento cuaresmal, en los que se celebraban fiestas populares que venían a actuar como una despedida del ambiente mundano, anunciando la entrada a cuarenta días de sacrificios y abstinencias.
La celebración del carnaval es costumbre en la mayoría de los pueblos cristianos. Aunque su origen es romano, las modalidades que hoy conocemos se acercan más a los autos sacramentales del Medioevo, los cuales se presentaban con disfraces alegóricos al bien y al mal, planteando un enfrentamiento entre esas dos fuerzas en que siempre terminaba venciendo el bien. Estas presentaciones se hacían antes y durante la Cuaresma.
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Con el tiempo, aquellos autos sacramentales que acompañaban las procesiones de Cuaresma se convirtieron en juegos y bailes. La imagen del diablo como alegoría -pelos, pezuñas, cachos…- estuvo presente simbolizando la tentación y el pecado. Su figura atemorizante seguía rezagada las imágenes sagradas de las procesiones e igualmente atisbaba escondida durante las presentaciones. De ahí que el carnaval y la imagen del diablo estén estrechamente ligados y que en todos los juegos carnavalescos aparezca el demonio bajo distintas formas interpretado con disfraces y rituales que simbolizan una serie de creencias populares.
En República Dominicana la mezcolanza europea y africana, ingredientes étnicos que han sobrevivido hasta hoy, aportan una serie de variables que distinguen los juegos de carnaval. El sincretismo se hace sentir en la confección de las vestimentas, que en muchos casos se acercan más a simbolizaciones rituales de los antiguos pueblos agrícolas, dado el alto porcentaje de influencia africana traída a la isla durante la colonia española, por los esclavos negros que sustituyeron la mano de obra indígena a partir del Siglo XVI.
Esta influencia africana se continuó a través de las inmigraciones isleñas de habla inglesa en la zona Este, y de la continua afluencia haitiana por el oeste. De ahí que las diferentes modalidades que conocemos hoy, aunque tienen elementos en común, podrían dividirse ateniéndonos a tres grandes puntos de partida: el centro norte, es decir, la región del Cibao, con sus peleas de lechones y toros, y los ritos de iniciación masculina de los cochías de Luperón; el Este, con los guloyas y su ritual musical que coincide con el origen teatral de los antiguos juegos de carnaval, pues ponen en escena todo un argumento con intervenciones habladas y cantadas; por último, las cachúas del Suroeste -Cabral, Barahona- quizás las máscaras más primitivas y feroces de nuestro litoral, que realizan sus pleitos dentro de la Semana Santa sin ninguna música, ocupando el Viernes Santo el territorio sagrado del cementerio, pues Cristo está muerto y el diablo anda suelto haciendo lo que le da la gana.
Aunque estas características generales de las zonas rurales y provincias del Centro Norte, Suroeste y Este, influyen en las poblaciones de esos lugares, en la medida en que visitamos ciudades de mayor desarrollo vemos que las manifestaciones se metamorfosean; es decir, varían básicamente por la ley del uso que incorpora a la confección de trajes y caretas elementos modernos de elaboración industrial.
Las personas más pobres de la ciudad se sirven hasta de desechos, que aún siendo partículas inservibles revelan una relación económica más avanzada.
A diferencia de los disfraces rurales o semirrurales que dependiendo de si la zona es ganadera o agrícola utilizan elementos como barro, matas, hojas secas, frutos, semillas, cuernos y huesos de animales, las gentes de la ciudad deben recurrir, entre otras cosas, a tapitas de botellas, latas vacías, e incluso petróleo o aceite quemado, para crear su ornamentación.
El significado del carnaval también varía entre los campesinos y los citadinos: para los primeros, estas fiestas están cargadas de significados mágicos y espiritualistas, a través de los cuales canalizan esa mezcla de miedo y esperanza, de fe y descreimiento, que los induce a simbolizar y por lo tanto a exorcizar la realidad que enfrentan a diario: nacimiento-muerte, subsistencia-alimento, cosecha-bonanza, ruina-enfermedad, salud-vida… Para la gente de la ciudad, el carnaval viene a ser una fiesta decretada que ya no sirve de apoyo a la Pascua de Resurrección, sino que compite con ella.
En República Dominicana los juegos de carnaval se celebran como parte de la conmemoración de nuestra Independencia, 27 de Febrero, fecha que casi siempre cae dentro o muy cerca de la Cuaresma, pues esta última no tiene fechas precisas. Igualmente se juega carnaval en todo el país el 16 de Agosto para conmemorar el triunfo de las guerras de la Restauración, y durante la fiesta de San Andrés, el 30 de noviembre, que se juega el llamado Carnaval de Agua. El folclorista dominicano Fradique Lizardo también ha señalado los juegos carnavalescos en el pueblo de Azua durante sus fiestas patronales dedicadas a Nuestra Señora de los Remedios (9 de septiembre), y el carnaval cocolo que se celebra en San Pedro de Macorís entre el 25 de diciembre y el 1ª de enero, con la particularidad, este último, de que siendo un carnaval de origen africano utiliza indumentarias y bailes que podrían relacionarse con la extinta población indígena
La división opulencia-miseria es mucho más evidente en el carnaval urbano. Por un lado, las carrozas y grupos de clubes sociales que siempre han contado con patrocinios de instituciones y firmas comerciales, recrean fantasías hollywoodenses y estrambóticas, que aunque representan un tipo de tradición, no son verdaderos referentes del carnaval popular.
Las celebraciones más auténticas y de mayor fuerza son las que hace el grueso del pueblo convirtiendo harapos en vestimentas, pintando sus desnudeces con tiza, cal o aceite quemado; en fin, utilizando desechos a fuerza de imaginación para crear impacto con imágenes insólitas llenas de belleza y fantasía. De esta manera canalizan sus deseos, desatan sus represiones, tratan de ser tal o cual cosa, sin olvidar las críticas de orden social que siempre salen a la superficie; pero estas críticas se dan a manera de burla, en forma caricaturesca, como para restarle fuerza a la realidad, que es una forma de combatirla.
En este sentido los habitantes de Santo Domingo han desarrollado simbologías cada vez más complicadas que abarcan desde el sarcasmo en la representación de situaciones que son consecuencia del orden económico y político, hasta la sublimación de los personajes más relevantes de la televisión. Una increíble diversidad de imágenes enriquece cada vez más la lista de personajes registrados por los estudiosos como «tradicionales». El popular Robalagallina, Se me muere Rebeca, Tiznaos, Guloyas y Diablos Cojuelos comparten con Los Haraganes, que simbolizan la ausencia de empleos y van vestidos solo con una sábana y un cepillo de dientes; con Los Novios, de sexo invertido; con los protagonistas de las telenovelas de turno; y con los muy actuales El Muerto o El Policía y el Ladrón, en una fiesta de la imaginación capaz de crear con pocos recursos, disfraces que reflejen la situación del momento.
En cada carnaval aparecen cosas nuevas. El deterioro galopante que ha sufrido la población y que se traduce en falta de servicios y hasta de productos esenciales, ha influido en las celebraciones carnavalescas. De ahí que la imagen total de los juegos de carnaval sea cada vez más pobre que rica, más triste que alegre, más violenta que graciosa. Un maremagnum de ritmo, sueños y creatividad, donde aunque solo sea por un día, el pueblo toma la palabra.
Los estudiosos de ciencias sociales y antropológicas han realizado investigaciones destinadas a la preservación y difusión de la cultura carnavalesca, aupada hoy como el primer símbolo de la cultura dominicana, y como consecuencia, los grupos barriales han comenzado a contar con protección estatal e institucional, para que se mantenga y aun enriquezca, la autenticidad de sus manifestaciones. Existen programas mediante los cuales se donan disfraces y caretas diseñados por expertos folcloristas; pero la mayoría de los que juegan carnaval utilizan sus propios recursos, es decir, lo que tienen a mano, para hacer sus trajes a base de inventiva.
Es innegable que detrás de esa alegría desbordada de nuestros juegos y personajes de carnaval se esconde la violencia: el Diablo Cojuelo con su fuete o sus vejigas; Robalagallina con su palo; los Indios y Tiznaos con sus representaciones de contienda; los gritos tragicómicos de “Se me muere Rebeca…” Y es que al igual que en los autos sacramentales que le dieron origen, el carnaval de hoy mantiene, en esencia, un enfrentamiento de fuerzas; la lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte…
¿Es la careta símbolo de falsedad? O por el contrario, ¿resulta ser el disfraz el canal por el que se da rienda suelta a lo que se tiene dentro, mostrando nuestro verdadero yo? ¿Es esa alegría delirante verdadera o es sólo la catarsis de lo que somos y ocultamos? Desde la aparición del hombre, este ha creado mecanismos para simbolizar sus deseos y creencias; las máscaras de carnaval cumplen con esta intención.
El disfraz es siempre un mensaje, los motivos, conscientes o inconscientes, varían; desde la representación del drama humano (vida, muerte, alimento…) hasta la consecución de un sueño (disfrazarse de princesa o de artista). Viendo los vestidos, las comparsas, las carrozas, los grupos populares… podemos conocer a un pueblo, la sicología de sus distintos estratos, sus miedos, sus ilusiones, sus odios y sus necesidades. Los juegos de carnaval son, además, un símbolo de lo pasajero. Es el sueño de un día o de una semana en que representamos el poder que no sustentamos, la belleza que no tenemos, el sexo que no nos ha tocado. Por ello, esa alegría desbordante y contagiosa no es verdadera; se basa en la representación de lo que no podemos ser, de lo que no tenemos. De ahí que la tristeza y la violencia siempre estén latentes.
Por otro lado es innegable que el antiguo motivo cristiano ha decrecido, ha cambiado. El “dejar la carne” se ha convertido en la “borrachera de la carne”. No solo se ignora la Cuaresma, sino la Semana Santa que antes era tiempo de recogimiento y reflexión, y ahora de fiestas y desmanes. Parece como si las antiguas imágenes religiosas hayan sido suplantadas por las carrozas y el pueblo miserioso, en trance, las sigue desde abajo.
Protestas, supersticiones, también ilusiones y esperanzas, se manifiestan en los juegos de carnaval y creemos que su verdadero valor es el de un registro social que permite conocer la idiosincrasia de un pueblo a través de las manifestaciones de una realidad que se esconde todo el año y que se desata en carnaval simbolizando gozo, tristeza y rebeldía.