Caín

Caín

-¡Aaatención!-, exclamó el general Navaja dirigiendo la mirada ante el modesto pelotón.

En la pared, al fondo del cementerio, Pedro Blanco mantenía su garbo pese al hambre y la deshidratación.

Rehusó que le vendaran los ojos y sonrió cuando el general Navaja caminó hasta él con el paso calculado, el porte impreciso, embriagado por una mezcla de odio, envidia y cobardía que ya le era característica.

A pocos centímetros, el general lo miró con un filo de soberbia. Levantó una mano y arrancó el escudo del cuello de la desvaída camisa del reo, como reivindicando el control de la situación.

-¡Preeeparen armas!, gritó el general Navaja, con voz atiplada.

Volvió a la montura de su caballo y los acólitos le rodearon con sus respectivos corceles dejando unos metros despejados a su alrededor.

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Era costumbre impresionar a sus paniaguados valiéndose de hermosos caballos en los que, mayormente, procuraba compensar la baja estatura, brazos cortos, cabeza ovoide y una abultada barriga. Llegó a grupas bajo un séquito de adulones.

En la escena tribulada, el sol descollaba de manera feroz, formaba esferas amarillas, nacían de algunas ramas pertenecientes a los árboles caducos que, en reducidos espacios, difuminaban con palidez las esculturas agrietadas de mármol y yeso imperantes en ese lugar de muertos que, con algunos aguaceros, emulaban un color gris verdoso.

De lejos, mausoleos y cruces parecen reproducir las sombras de caballos y hombres.

Ese día, la ciudad madrugó para presenciar el macabro acto.

Pedro Blanco encaró su destino con dignidad. Exhibía una circunspecta soledad que contrastaba con el brillo de sus ojos.

Resistió a la aflicción que le produjo el sufrimiento de la esposa y de sus tres hijos, a los que dejaría, quizás, a expensas del odio colectivo.

Mientras, encorvado sobre el caballo, el general Navaja lucía más reducido.

-Está más jodido que yo-, musitó Pedro Blanco con un dejo de burla en los labios cuarteados cuando sus ojos lo impactaron.

El recuerdo del primer día de academia se revelaba ante el general Navaja como un insecto agazapado, resistente al tiempo y al olvido. Le parecía escuchar aún al sargento instructor:

-El espigado, el que tiene porte militar, el cadete Blanco, pase al frente. ¡El chiquito no!, ese no lo hace guardia ni Caracalla, que busque otro oficio-, proclamó.

El taimado conscripto, que llegaría a general, le cobraría, años después, esa afrenta al suboficial.

Llegó a expresarle a sus más íntimos que ese sargento pendejo no conocía el significado de las conexiones, le daría su lección. Tendría que presenciar cuando lo seleccionaran como el mejor cadete de su promoción sin tener que aplicarse en los estudios ni el entrenamiento, como lo hiciera el joven espigado, el tal Pedro Blanco, al que todos alababan.

No sabía, el sargento instructor, de su real habilidad para ganar, repetía.

A aquel joven espigado y carismático, también le llegaría su tiempo y, en efecto, le llegó: ahí estaba el alabado coronel Pedro Blanco, pegado a la pared, con los minutos contados.

No le perdonó su talento, el coraje de formarse con fervor militar, pulcritud, corrección e inteligencia. A Pedro Blanco le había tocado demasiado. ¿Acaso, no era suficiente con esas cualidades del intelecto? No, al parecer no, pues la completaba con una estatura mayor a todo el pelotón, el pelo lacio y castaño, los ojos armoniosos, músculos recios y una actitud combativa.

Es injusta la providencia, recitó Navaja contrariado el día en que al joven Blanco lo colocaron por primera vez al frente de una columna.

¿Cuál es su último deseo, coronel Blanco?

-Que usted se vaya a la mierda, Navaja, que la patria le pase factura a usted y demás cómplices, hijos de puta, todos. Nos encontraremos más adelante, Navaja.

-Que va Blanco, los viles, culpables, hijos de puta, ganan siempre. Además, esto se termina aquí-, rebatió el general Navaja, airoso.

-¡Preeeparen armas…!

Decenas de ojos aguardaban expectantes, inquietos, pese a los guardias que formaron una barrera.

Los sueltos de prensa se referían, desde hacía tiempo, al hecho. El juicio tardó más de un mes en secciones reservadas para los oficiales, los jueces, fiscales y defensores marciales.

Incomprensible para el pueblo que acusaran al coronel Pedro Blanco de traición a la patria.

Pocos o ninguno creyó la versión del general Navaja, pues la gente, aunque no se arriesgue por la justicia ajena, sabe distinguir en cuál lugar se encuentra. Era una evidente calumnia, pero no hubo protestas, ni siquiera cuando la patrulla irrumpió en casa de Pedro Blanco maltratando a su familia.

El ejército y la ciudad sabían que todas las imputaciones eran falsas, no obstante, no harían nada para sofocar aquel desenlace.

La escasez, los impuestos excesivos tenían hartas a la gente, y al general Navaja lo señalaban en los panfletos, hacían caricaturas burlescas o satíricas para ridiculizarlo. Cundía como una fastidiosa melodía el reclamo popular de que el arrojado y pulcro coronel Pedro Blanco se encargara del gobierno, así como lo hizo con la guerra.

Como consecuencia, Navaja inventó una acusación verosímil, sabía que un hecho como ese, de algún modo, desencadena indignación colectiva. Confiaba en su fuerza, en su descarada manipulación desde el poder que ejercía.

-¡Aaaapunten! ¡Fuego!

Consumado el acto, el general Navaja bajó de su caballo para patear con rabia al inerte coronel Pedro Blanco, cuyos ojos abiertos conservaban una mirada desafiante, diáfana, por encima de aquel cuerpo torturado que, poco a poco, tiñó de rojo el suelo desgarbado y polvoriento.

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