El vertiginoso proceso de la globalización que transforma todos los órdenes de la vida social ha llevado a una redefinición obligada de los mecanismos y espacios de intervención de las identidades colectivas, más allá de las comunidades nacionales, como también a un cambio de espacios públicos y los escenarios políticos. La desintegración de las instituciones políticas en tanto formas históricas de articulación de los órdenes sociales, deriva de una reestructuración de la esfera pública, como consecuencias, a su vez, de nuevas modalidades asumidas por la acción hegemónica cultural y el ejercicio de la ciudadanía, en medio de las transformaciones de consumo y la globalización de las economías, de los gustos, del arte, e incluso de los mensajes.
No hay duda de que las industrias de lo imaginario han conseguido crear una cultura transnacional masivamente consumida en todo el planeta. Pero no por eso llegamos a la conclusión de que los individuos son cada vez más uniformes. En realidad, las industrias culturales contribuyen a fraccionar los públicos, a liberar la imaginación, a resolver y descompartimentar las identidades tradicionales. La globalización no produce solo homogeneidad, también heterogeneidad, diversidad, individualidad. Gracias a los medios, al cine y a los telefilmes aumenta la cantidad de personas que pueden ver diferentes modelos de vida y en consecuencia enfocar su propia existencia desde puntos de vista inesperados. De aquí que la relación con la identidad colectiva haya dejado de estar institucionalizada o vinculada a la tradición: cada cual puede cambiar su identidad, cuestionarla en vez de arrastrarla y de reproducirla de generación en generación. Con la intensificación del consumo de productos culturales mundiales, las diferencias entre las sociedades se reducen, pero aumenta la diferenciación de los individuos y los modos de vida en el seno de las sociedades. La superoferta del mercado y el desmantelamiento de las culturas de clase han producido una mayor personalización de las formas de vivir, de viajar, de vestirse, de ocupar el tiempo libre. Aquí se ve lo que hay de exagerado en la teoría del totalitarismo comercial, como ha dicho Gilles Lipovetsky. No hay que temer “la pérdida de una auténtica diversidad” por culpa del mercado con “poder absoluto sobre nuestra vida y nuestros pensamientos, nuestro cuerpo y nuestra alma”. Lo que distingue a la “cultura-mundo” no es la “proletarización del consumo” aplicada al conjunto de las facultades humanas, ni los rebaños de borregos, sino más bien la individuación de los gustos y las actitudes, las variaciones intraindividuales e interindividuales de los comportamientos culturales, la heterogeneidad creciente de las prácticas y preferencias del hiperconsumidor.
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Los cambios sociopolíticos que se hacen visibles cuando registramos “la combinación del consumo y la ciudadanía” se vuelven aún más radicales al reconocer que en sociedades integradas a la globalización, ambas dimensiones de lo social desbordan los espacios nacionales en que siempre se desenvolvían. La definición jurídico-política de la ciudadanía se construyó en relación con los Estados nacionales, y por tanto como formalización de los modos propios de habitar el territorio en que se había nacido y pertenecer a la comunidad de quienes compartían esa condición. En cuanto a la manera de caracterizar a los consumidores, cuando la mayor parte de los bienes y mensajes que se usaban en cada país eran producidos en su interior, se referían a su paisaje y su historia social, había un soporte cultural propio que –valga la paradoja—naturalizaba el vínculo entre ciudadanía y nación. No solo existían instituciones políticas que diferenciaban a cada sociedad (constituciones y parlamentos, partidos y sindicatos nacionales); esas estructuras eran acompañadas por literatura, músicas y cinematografía nacionales, donde se relataban, reproducían y consagraban modos diferentes de ser, por ejemplo, dominicano, cubano, mexicano, brasileño o peruano.
Gran parte de la producción artística y literaria permanecen como fuentes del imaginario nacionalista, escenarios de consagración y comunicación de los signos regionales de identidad. Pero un sector cada vez más extenso de la creación, la difusión y la recepción del arte se realiza hoy de un modo desterritorializado. Muchos escritores que la diplomacia cultural y el mercado promueven como “los grandes artistas nacionales”, por ejemplo, los del “boom”, manifiestan en sus obras un sentido cosmopolita, que contribuye a su resonancia internacional.
La hipercultura sin centro, sin Dios y sin lugar, según Byung-Chul Han, va a promover en adelante resistencias. Conduce para muchos al trauma de la pérdida. En consecuencia, la pérdida hipercultural del lugar se confrontará, en el futuro, con un fundamentalismo del lugar. ¿Seguirán teniendo razón aquellas “voces ancestrales” que profetizan una desgracia? ¿O serán solo voces de un fantasma que pronto desaparecerá?
La fuerte desterritorialización de los mecanismos productores de bienes simbólicos, por ejemplo, instala hoy la constitución de la ciudadanía en el ámbito de consumo, en actividades de ocio cotidiano, en el seno de circuitos individuales o privados de redes informáticas, o bien a través de asociaciones no gubernamentales (movimientos ecologistas, comunitarios, étnicos, por los derechos humanos, etc.). Se produce un cambio en la constitución de las identidades ciudadanas sobre la base de otros espacios que, sin excluir el propiamente territorial de la nación, promueve nuevos anclajes sobre otros paisajes: el consumo y la comunicación global son los terrenos donde se construye esa imagen de la ciudadanía dentro de “la cultura-mundo”.
La crisis de Estado-nación y el ocaso de las viejas modalidades que permitían aquellas “comunidades imaginarias” de naciones y ciudadanos en virtud de pactos apoyados en el sufragio, la adhesión partidista, la cultura letrada, los circuitos de lectura y la impronta de un cuerpo restringido en sus pulsiones, ha propiciado también una nueva revisión de las narrativas fundacionales de la modernidad latinoamericana del siglo XIX.
Al diluirse las fronteras del saber académico y dar paso a los denominados “estudios culturales”, la crítica literaria efectúa otras preguntas, lo que se revierte en una mirada diferente al estudiar el pasado cultural latinoamericano.
Y a la luz de la actual desterritorialización de las identidades (geográficas y humanas), propone una agenda para volver a considerar el modo como se formaron tanto las subjetividades ciudadanas como las fronteras de la civilización y las zonas “ingobernables” de la barbarie; analiza la escritura territorial superpuesta al discurso cartográfico; los archivos del conocimiento con sus representaciones de las identidades latinoamericanas cristalizadas a partir de su interacción con el mundo occidental; o los discursos desde los cuales se define la autoridad de sujetos sociales y de prácticas cognitivas inspiradoras a su vez de instituciones e identidades.
Paralelamente, tanto en el proceso de formación de las nacionalidades en el siglo XIX, como en la reconfiguración global contemporánea, las máquinas hegemónicas de producción de identidades y ciudadanías no logran el dominio completo sobre la oposición colectiva. Hubo y sigue habiendo un espectro de resistencias multiculturales, de voces y ciudadanías alternas, que la uniformación cultural no puede absorber por el hecho de que, a su vez, esa maquinaria genera desplazamientos hacia los márgenes de una población que no puede—o no quiere—participar de los bienes de consumo o de los circuitos masmediáticos. Son los “sujetos subalternos” que buscan organizarse alrededor de la defensa de sus culturas locales, de larga data, en cuyo seno en ocasiones se reactivan estereotipos fundamentalistas de nacionalismo: o en otros casos son minorías disidentes que operan desde los mismos centros de producción de discursos simbólicos estandarizados: mujeres, negros, homosexuales, campesinos, latinos, conforman sujetos con otras marcas ciudadanas que funcionan sobre territorios móviles, a caballo entre fronteras políticas, lingüísticas, culturales y geográficas.