La historia occidental estaría presidida por el nacimiento y la vida de un judío de Galilea que murió antes de los treinta y cinco años. Hijo de una mujer casada con un oscuro carpintero, esta figura imponente no fue un líder político ni guerrero, un explorador ni un artista. No dejó ningún escrito. Su vida y sus enseñanzas fueron consignadas con el tiempo por sus discípulos en los cuatro evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Los primeros cristianos no tenían evangelios escritos, pero mantenían su cohesión merced a la tradición oral, el espíritu santo y la fe en su salvador. Los evangelios escritos respondían a las necesidades de una comunidad creciente de discípulos. Ese círculo en expansión crearía una hermandad de los fieles y una importante institución para los buscadores, la Iglesia.
Daniel J. Boorstin, Los pensadores[1].
Los capítulos XII, XIII, XIV y XV están dedicados a la historia de los cristianos, a partir de la llegada de Jesús. Dedica un capítulo a los monasterios, otro a las universidades y el último a los críticos de la Iglesia.
Señalaba el autor que el principal atractivo del cristianismo de los primeros tiempos residía en el hecho de que era una religión voluntaria, que adoraban a su fundador Jesús de Nazaret. Una vez se produjo la destrucción del Templo de Jerusalem (587 a C), las comunidades judías se organizaron en torno a las sinagogas, en las cuales los rabinos eran los que interpretaban la ley que le había sido dada a su pueblo. Así, dice Boorstin, “si el judaísmo era la religión del pueblo escogido, el cristianismo sería una religión de adopción voluntaria. Al no imponer barreras en función de la casta o la sangre para adherirse a la fe, podía aspirar a universalizarse”.[2]
A pesar de los duros tropiezos de los primeros cristianos en época de los romanos, logró con el tiempo convertirse en una institución poderosa, una corporación independiente, organizada, jerárquica, con sus propios sacerdotes que se convirtieron en sus propios profesionales, que dedicarían su vida a lograr evangelizar a los no creyentes. El Judaísmo se convirtió en un brazo auxiliar del Estado.
El capítulo XIII está dedicado a los monasterios, que Boorstin define como “islotes de fe”. Afirma que en todas las religiones se consideraba que el retiro en el monacato era la oportunidad para salir del mundo material y perverso. El retiro, que normalmente lleva al celibato, permite la liberación de las pasiones y las ambiciones. La historia de los cristianos para dedicarse a una vida contemplativa y al estudio se hizo más popular durante la Edad Media, sobre todo en Europa. Dice el autor: “La Iglesia que, como hemos visto, organizó a los creyentes y les dio poder, creó la necesidad de una nueva válvula de escape. Escape del poder opresivo de la comunidad para refugiarse en el misterio del sacrificio de Cristo, escape de las cargas del mundo material”.[3] Muchas críticas han surgido a través de la historia a la idea del monacato. Como escribió Edward Gibson: “Los ascéticos huían de un mundo profano y degenerado, para refugiarse en la soledad perpetua (…) pero pronto recuperaron el respeto del mundo que habían despreciado”.[4] Decía Boorstin que los monjes “caminaban por la senda empinada y erizada de espinas de la felicidad eterna”[5]. Con el tiempo, muchos monasterios llegaron a tener impresionantes propiedades, alejándose así del principio de pobreza y ostentación que los había creado.
El capítulo XIV está dedicado al surgimiento de las universidades medievales, que Boorstin las denomina como “La Senda del Debate”. Nuestra universidad, como la Iglesia como institución, es un legado medieval. Las dos universidades primigenias fueron París y Bolonia. “A partir de ellas la institución de la universidad entra de lleno bajo la luz de la historia”.
En el siglo XII, con el apogeo de las ciudades europeas, llegaron las grandes catedrales y las universidades, las cuales se originaron en las habitaciones de estas iglesias. Al principio se defendían y enseñaban siete artes liberales. El Trivium (gramática, retórica y lógica) y el Quadrivium (aritmética, geometría y música). Estas disciplinas eran las consideradas básicas e indispensables en la formación de un caballero. Debieron transcurrir siglos para que las universidades superaran esta fase, e incorporaran estudios avanzados de teología, derecho y medicina, pero sobre todo que se convirtieran en centros de creatividad intelectual. El desarrollo de las universidades llegó en el siglo XIII. La universidad de París jugó un papel fundamental. Como dice Boorstin, “la universidad de París era un lugar animado y a menudo turbulento. Como los textos escaseaban y su alquiler era costoso, surgió una técnica característica de enseñanza interactiva, hecha de conferencias y debates. (…) Los debates, que fueron creciendo en importancia, fueron el rasgo distintivo de la universidad medieval y dieron una forma especial al pensamiento escolástico. La dialéctica, basada en la lógica aristotélica, permitía enfrentar los postulados de la fe cristiana a objeciones rigurosas, en busca de respuestas satisfactorias”. [6] En este capítulo este intelectual hace galas de sapiencia y conocimiento de la historia. Da gusto leerlo.
No caben dudas de que la universidad medieval creció y floreció con el auge del escolasticismo, la disciplina encargada del raciocinio dentro de los límites de la fe revelada. A veces el que estudia el tema se sorprende con la vivacidad y energía de los ejercicios intelectuales, a veces también con la temeridad de algunos maestros poniendo a prueba las proposiciones de la fe aplicándole raciocinio.
Las figuras sobresalientes del medioevo universitario fueron Pedro Abelardo, quien por sus planteamientos temerarios propuso un nuevo y peligroso rumbo a la teología cristiana. Abelardo decía que la duda conducía necesariamente a la pregunta y por los cuestionamientos es que se llegaría a la verdad. Sin duda alguna el más influyente fue Santo Tomás de Aquino, el prestigioso intelectual dominico. Llegó a París en 1245, al centro universitario para los dominicos, convirtiéndose en discípulo de Alberto Magno. En 1252 fue nombrado maestro de teología. Como dice Boorstin, Tomás de Aquino emprendió “en esos años su gran obra, más original y que habría de dejar una huella más profunda en sus alumnos. Entre 1252 y 1259 inició sus dos grandes compilaciones de la teología católica. Inició con la Summa contra gentiles, y siguió con la Summa Teológica. Haciendo uso de su gran cultura, Tomás de Aquino utilizó la importancia que atribuía Aristóteles a la razón para hacer de sus obras el perfecto aliado de la revelación. Afirma Boorstin que Tomás de Aquino fue el gran pensador de las universidades medievales, el único que fue capaz, desde el dogma de la fe, de utilizar la razón para explicar muchos fenómenos. El tiempo se agotó. Hasta la próxima.
[1]Daniel Boorstin, Los pensadores, Barcelona, Editorial Crítica, 1999, p. 84.
[2]Ibidem.
[3] Ibidem, p. 92.
[4] Ibidem, p. 93.
[5] Ibidem.
[6] Ibidem, p. 105.