Darío, Verlaine, poesía y decadentismo

Darío, Verlaine, poesía y decadentismo

Darío ascendió como un rayo al lugar donde moran los dioses de la poesía. Cuenta que quería conocer París. Apenas balbuceaba el francés y, en sus sueños, quería ser poeta francés. Le atraía el mundo cultural de la vieja ciudad junto al Sena, que el barón de Haussmann había convertido en el centro del mundo ilustrado, cuya democracia de liberal despertó la admiración de las burguesías nacientes. Rubén Darío llegó a París y se hospedó en un desaparecido hotel cerca de la Bourse. Buscó a Enrique Gómez Carrillo chez Garnier.

Llegó a conquistar La Ciudad Luz. La urbe de su adorado Víctor Hugo, del que fue fuerte seguidor, de Verlaine, del que dice fue “ambiguo”; y a quien encontró en el café D’ Harcourt. El fauno estaba en su mesa tocando el mármol con sus nudillos, lo rodeaban sus acólitos. Un amigo le acompañó y le presentó como un discípulo de América. En su delirio le dijo Verlaine: “¡Lla gloria, oh, la gloria, la merde, la merde, encore!” Darío cuenta este pasaje en sus notas autobiográficas. Dice que la imagen del fauno de la poesía, tan celebrado en el País de sus años y por el mismo Hugo, era dolorosa, grotesca y trágica. Le comparó a unos de sus versos: “¡Pobre, pobre Lélian! Priez pour le pauvre Gaspard! Una de sus representaciones de Bon enfant ruega por el Verlaine joven.

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En su biografía del poeta francés, Stefan Zweig (“Verlaine”, Acantilado, 2023) describe los días tumultuosos del joven poeta. Busca en sus acciones razones para hacer un relato de vida admirable que, de cierta manera, llenará el deseo de los lectores alemanes. Querían conocer el transcurrir de esa vida que desde los primeros años encantó la literatura del París de entre siglos. Sacado de sus esparcimientos juveniles fue a dar a un internado, el joven Verlaine regresó pronto a su casa. Luego su poesía ya sorprendía, pero su carácter era muy poco llevadero. Su vida es trágica y “toda virtud poética es grandeza vuelta del revés, es debilidad” (8). Se celebró de Verlaine el creador de una un ars poética, dice Zweig, “pero nunca fue suyo el rasgo furioso y heroico de los grandes poetas alemanes… Espíritu fugaz y débil como era, no amaba lo definitivo, la calma y la posesión, el sentido y la fuerza, los elementos de la existencia; se entregaba por completo a la eflorescencia de las cosas” (12).

Para recortar su carácter, dice el ensayista austríaco que el sentido fáustico y el mestitofélico nunca se encadenan del todo en Verlaine, “se entrelazan”. “Carente de voluntad como era, no pudo contener el vaivén que lo arrancaba arrepentido de sus pasiones…” porque aquellos años fueron sus “fleurs du mal” (23). Verlaine dice que dejó sus improntas en todo lo que le tocó, sin dejar de ser discípulo de Baudelaire, de Hugo y Catulle Mendès… Verlaine cae en las drogas. Dice Zweig; “La absenta de Verlaine no es más que pura ruina, extinción, un lento veneno que no mata, sino que enerva y socava, como los polvos blancos, aquel terrible secreto de los Borgia” (31).

La caída de ese ángel de la poesía moderna, lo ve el biógrafo en su carácter, en su pura inclinación personal. Lo remarca con la figura del poeta y su espacio marginal, en una sociedad que consume sus productos como un evento en el que sobreviven la cultura y los objetos del capital. Pienso que con él nacía o se reforzaba la figura del poeta maldito, separado de la sociedad y exiliado de lo político con la pérdida revolucionaria de 1871, de la Comuna de París. Aristas que han buscado el escenario público frente al poder que le daba significado a todo. Los elementos sociales, como determinante del uno y del colectivo, parecen quedar al margen.

Stephan Zweig busca mostrar las diferencias entre un ser protegido por el ángel y tentado por el demonio. Esa dualidad lo presenta frente a Rimbaud a quien toma Verlaine de la mano y que, luego en aventuras y refriegas, llegan a ser el non plus ultra del decadentismo de una época en la que actuaron como Van Gogh y Gauguin. Todos ponen al límite una época de grandes transformaciones, donde estética y ética, cuerpo y representación escandalizaron a un mundo que buscaba desesperadamente una salida.

El biógrafo sabe también entrar en los aspectos literarios de un poeta que transforma la poesía francesa y que también es parte de la innovación de la poesía en América.

Tal vez no fue Verlaine todo lo que prometió o no tuvo al alcance de las expectativas de su tiempo. Pero en mucho sentido tuvo como ningún otro una gran participación en el “spleen” o en el “l’ air du temp”. Y después de él ni la poesía ni la imagen del poeta fueron iguales. Darío lo encuentra en su decadencia como diría Zweig: “Verlaine vuelve a París lo trágico carece de importancia estética. Su destino ya no son las caídas y arrebatos, sino un lento ahogarse en la camaradería, una insidiosa enfermedad y depravación” (65).

Las aventuras del bon enfant habían terminado. La poesía francesa parece sacudirse de los elementos racionales que la emparentan al neoclásico. La búsqueda de la sonoridad y el verso libre da inicio allí una nueva vanguardia; pero lo más interesante es cambiar hacia un irracionalismo poético. Una nueva subjetividad que se enmascara en el sentido trágico de una época; en la vida que rompe con su “espíritu libre”, los enclaustramientos de una visión del mundo como equilibrio de las esferas celestiales por un rumor terráqueo que designa el mundo como erupción.

Rubén Darío como mestizo americano capta ese momento en su poesía. Y no dejamos de apreciar su vida de correrías, su vida de la carne y de “pensar bajo” como el destino de su ‘ambiguo’ maestro estético. Ambos al final como lo presenta el nicaragüense en “Yo soy aquel” de “Cantos de vida y esperanza”, buscaron el misticismo que lo integraría al mito, cuando la caída era más dura.

En versos le llamará panida, liróforo. En esta estrofa estampó todo lo que Verlaine no fue pero que él sustentó: “Y huya el tropel equino por la montaña vasta;/ tu rostro de ultratumba bañe la luna casta/ de compasiva y blanca luz;/ y el Sátiro cumple sobre un lejano monte/ una cruz que se eleve cubriendo el horizonte, / ¡y un resplandor sobre la cruz!” (“Responso a Verlaine”, “Páginas escogidas”, Cátedra, 2003, 81-82).

Darío tomó de los jóvenes del Parnaso, de Hugo, de Baudelaire y de los simbolistas. Hizo poesía de altura sin alejarse de las grandes contradicciones de su tiempo. Reafirmó una estética y una ética; encontró en el cristianismo, como Verlaine en su caída, un refugio ante lo desconocido. He de destacar que las ideas religiosas se encontraran en las disímiles ideas de un tiempo de rebeldía. El barco de vapor de la modernidad había hecho aguas; el telégrafo, la pila seca de Volta, la aviación y el cine daría una manera de acercarnos y de representarnos. Y la poesía no sería igual. Pues el mundo verdadero sería interpretado como ideología por Marx, como subjetividad por Freud y como una gran erupción humana por Nietzsche.

En fin, Zweig retrata a Verlaine como un espíritu trágico y fugaz, entre la grandeza poética y la autodestrucción decadente. Ocaso que vio el Darío recién llegado a París y que vivió entre el fin de una poética que abrevaba de la fuente clásica y otra donde el sonido de las palabras, la sensorialidad y el subjetivismo exaltaron, como mostró Bousoño, el símbolo y el irracionalismo como expresión poética.

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