A propósito de haberse conmemorado el 110.º aniversario de su nacimiento el pasado 26 de agosto de 2024
No me basta el espacio de esta columna, y tampoco todas las páginas y secciones de este importante medio para describir lo que significa Julio Cortázar para la literatura latinoamericana y para mí de manera personal. Cortázar es un universo en sí mismo, un caleidoscopio de ideas, emociones y posibilidades que trasciende los límites convencionales de la literatura.
Si Julio Cortázar no hubiera estado muerto cuando lo descubrí con apenas 10 años, yo habría movido cielo y tierra para tocar sus manos, para empinarme y alargar mi espalda todo lo necesario para mirar sus cristalinos ojos fijamente. Imagino ese encuentro con una mezcla de reverencia y temor. ¿Qué le diría a ese gigante de las letras? ¿Cómo expresaría mi gratitud por haber cambiado mi percepción del mundo? Quizás, en un gesto típicamente cortazariano, acabaríamos jugando a las palmadas o buscando hormigas en el Jardín des Plantes.
Julio Cortázar abrió ante mí un mundo que únicamente sospechaba. Un mundo lúdico donde lo absurdo es la norma y donde la locura es una sinfonía melódica que nos da esperanza. Es un universo donde las escaleras se pueden subir de maneras insospechadas, los relojes son presencias vivas y amenazantes, y un simple jersey azul puede ser el portal a otra dimensión. En este mundo, la realidad es maleable, un juego constante de perspectivas y posibilidades.
Aunque su obra cumbre a nivel de relaciones públicas es «Rayuela», la que ocupa un lugar privilegiado en mi corazón es «Historias de cronopios y famas». ¿Cómo no amarla si me dejó para siempre la compañía de mis amados cronopios? Unos seres maravillosos, descritos por Cortázar como «esos objetos verdes y húmedos» que flotan en el aire, son la encarnación de la espontaneidad, la alegría y la rebeldía contra lo convencional. Los cronopios me desordenan los libros y me esconden las llaves, convirtiendo cada día en una aventura impredecible y llena de magia.
Los cronopios son la antítesis de los famas, esos seres ordenados y predecibles que representan la conformidad y la rutina. Entre ellos están las esperanzas, tímidas y confusas. Este bestiario cortazariano no solo puebla las páginas del libro, sino que ha invadido mi realidad, transformando mi percepción de lo cotidiano. Gracias a los cronopios, he aprendido a celebrar lo inesperado, a encontrar poesía en el caos y a resistir la tentación de convertirme en una fama más.
La obra de Cortázar es un recordatorio constante de que la realidad es más vasta y misteriosa de lo que nuestra percepción rutinaria nos permite ver. Nos invita a estar atentos a los intersticios, a esos momentos en que lo fantástico se cuela en nuestra vida diaria. Nos enseña que la imaginación no es una fuga de la realidad, sino una forma más profunda de comprenderla y vivirla.
No me son suficientes las palabras para hacerles comprender lo que significan no solo las obras que nos dejó mi amado Julio, sino su vida, una vida coherente y complicadamente sencilla a la que, gracias a Aurora Bernárdez y su compilación de la relación epistolar de Cortázar con sus amigos, he podido asomarme y constatar. Estas cartas son ventanas a la intimidad de un hombre que vivía como escribía: con pasión, con humor, con una curiosidad insaciable por lo humano y lo sobrenatural.
Aunque suelo decir que llegué tarde a Cortázar, siento que de alguna manera siempre estuvo esperándome. Sus libros son compañeros constantes, fuentes inagotables de descubrimiento y redescubrimiento. En cada lectura encuentro algo nuevo, una frase que de pronto se ilumina con un significado antes insospechado, una idea que resuena con mi experiencia presente.
Cortázar me ha enseñado a vivir con más intensidad, a reconocer los pequeños milagros cotidianos, a no temer al absurdo sino a abrazarlo como una parte esencial de la experiencia humana. Su obra es un testamento a la posibilidad de vivir poéticamente, de transformar lo ordinario en extraordinario a través de la mirada y la imaginación.
Julio Cortázar es mucho más que un escritor para mí. Es un compañero de rutas, un maestro de vida, un amigo que nunca conocí pero que siento cercano. Es el Gran Cronopio. Su legado literario y humano es un regalo que sigo desenvolviendo, una fuente inagotable de asombro y reflexión. Y por eso, cada vez que abro uno de sus libros, cada vez que me encuentro con un cronopio travieso en mi vida diaria, siento que, de alguna manera, estoy tocando las manos de Julio y mirando directamente a sus ojos cristalinos, en un encuentro danzante que trasciende el tiempo y el espacio.