La infancia es tiempo suspendido. La vida que lentamente se desflora. Mariposa que avanza desde la larva hacia la libertad del vuelo.
Todo tiene un nombre que pronunciar. Una palabra a la espera, un pie que tropieza con algo duro que recogemos, examinamos, sopesamos, acariciamos y se llama piedra.
Semilla de maíz que pronto crece, vara de caña que en los bateyes se convierte en suavidad que se extiende en un mar de pana.
La infancia es tiempo de maravilla interrumpida por los que también fueron niños y niñas y dejaron de serlo cuando el cuerpo se volvió su cárcel, un territorio domesticado por los adultos y sus reglas de Moral y Cívica. “Esto se dice así, y esto se hace asá. O esto no se dice así, y esto no se hace asá”.
La infancia es tiempo de espera de algo que ingenuamente creemos que será mejor, aunque ese “mejor” sea precisamente la pérdida de la infancia.
En nuestro caso, la infancia estaba regida por un orden, un imperio donde regía su majestad mi abuela.
Ese orden comenzaba con el café de la mañana: el negro para los adultos, el siguiente para los jóvenes y el muy claro para los niños.
Un horario de comidas y de sueño: la sopa de las once para los niños; la comida de verdad para la una, durante la cual comías aunque no tuvieras hambre, y luego la noche: las ocho para los niños, las nueve para los jóvenes y en adelante para los adultos.
La infancia era una geografía inviolable dentro y fuera de la casa. Nunca, nunca, se cruzaba la sala si había visita; nunca se salía por otro espacio que no fuera el callejón cuando los mayores conversaban o se “comía gallina”, en aquel espacio que hoy nos parece tan estrecho, de la sala.
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Para esos tiempos, para esos mundos incomprensibles, para ese legado de los muertos, construí mi mundo particular en el único espacio respetado por la escoba: Debajo de la cama. Allí organice mi mundo de muñecas, con los mueblecitos de madera que construía Luis Marmita, con sus mecedoras, comedor y cocina, y camas con sus sabanitas y cubrecamas.
En ese tiempo en la escuela nos enseñaban “punto de cruz” y aún conservo con ternura el primer muestrario que hice para mi madre. Ya nos habían enseñado también las primeras puntadas para los tejidos y podíamos diseñar el borde de las frazadas.
Ese mundo era diferente del que me había construido en la Capital. En el balcón frente al parque Colón bajo cuyas matas me construí no ya mi casa sino toda una ciudad, con ciudadanos sometidos también, esta vez, ¡Oh ironías! no a las reglas de mi abuela sino a las mías.
Lo único que interrumpía la rutina de mi ciudad era el diálogo mudo de mi abuelo y su esposa, sentados en el balcón, desde donde observaban la vida de la plaza, mientras yo me comía las uñas.
La infancia es tiempo detenido de esperas infinitas por la Navidad. Un conteo cotidiano de los días y de cuanto faltaba para diciembre. Para que el Niño Jesús volviera a poner los regalos en Santiago y en la Capital los Reyes Magos, ¡Ah! ¡Y no olvidarse de la Vieja Belén!.
La infancia es un dulce chantaje: Si te portas bien y sacas buenas notas el Niño Jesús te va a atraer los juguetes que quieres; los Reyes Magos vendrán con sus camellos y entrarán a la casa, ¿Pero no son muy grandes? “Los dejan en la acera, pero hay que tenerles su hierba y sus cigarros”.
Santa Clo, ese viejito gordo que se ríe con su JO JO JO, no existía, ni los arbolitos de ahora donde en vez de bolas y luces llenas de agua que hacían burbujas, hay hojas doradas y adornos de toda índole que nada tienen que ver con la tradición judeo-cristiana.
Había dos árboles de Navidad: los charamicos pintados de blanco, y los de pino, de verdad, que eran mis favoritos. Empero, en todas las casas no era el árbol sino el nacimiento lo que realmente importaba, porque a fin de cuentas no se trata de adornar la sala sino de celebrar el nacimiento del Niño Jesús, y eso sí que era una fiesta, la competencia del año.
Los nacimientos ocupaban por lo menos un cuarto del espacio de la sala y eran comunidades con montañas, colinas, áreas de pastoreo, ríos y lagos, pueblecitos con sus calles e iglesias, parques.
Las casitas las construíamos con cartulina que luego se cubría con escarcha. Las ventanas con papel celofán de todos los colores y palitos de fósforo. Las iglesitas por igual y había que asegurarse de que tuvieran su campanario con campanitas hechas de tapitas de metal y bolitas de viejos collares.
Los ríos y lagos se construían con espejos. Los ríos con pedazos de espejo rotos y los lagos con unos espejitos redondos, de todos los tamaños que vendían entonces.
Había paticos de plástico y hasta cisnes, que tranquilos navegaban en esas aguas de azogue. Luego había que colocar a los pastores con su recua y a las vendedoras con sus pacas de madera, o canasto de frutas, en la cabeza.
Las frutas se podían fabricar con papier mache, que hacíamos con papel periódico mojado mezclado con cola, y luego coloreábamos con pintura acrílica.
Los ángeles también se hacían de cartulina, pero forrados de pelo de ángel y escarcha, sus largas cabelleras y colas flotaban desde el techo, cuidando el pequeño Belén que construíamos.
Casi todo el mes de diciembre se nos iba en esa maravillosa tarea, donde éramos arquitectos de nuestro propio Génesis particular, y yo hubiera dejado puesto mi pequeño Belén todo el año si la sala no hubiera estado reservada para funciones más aburridas.
Creo que con el nacimiento, la actividad más importante de la Navidad era la cena del 24, donde reinaban en las cocinas las mujeres, con sus recetas de ensaladas, moros, pasteles en hojas y el pernil. El pavo nunca nos gustó, con sus pechugas que parecían de cartón, cubiertas de mermelada.
¡Nada de mezclas! Los dulces eran para el postre, con sus mazapanes, turrones, galleticas y gomitas de colores, que eran las favoritas de mami porque eran como de gelatina cubierta con azúcar.
Y no faltaban las bebidas: el ron, la cerveza, el vino y el ponche, que era mi favorito, aunque no el de mi hermanito como les contaré ahora.
Una noche de Navidad faltaba en la mesa mi hermanito, y no podíamos iniciar la cena sin él. Todos nos preocupamos de que pudiera haberle sucedido algo.
Me encargaron ir a buscarlo y eso hice, recorriendo todo el barrio, preguntando en las casas, y llamándolo de viva voz: ¡Daul, Daul!, y ¡nada!
Regresé a la casa abatida y angustiada, hasta que al llegar escuché en el callejón los sollozos de mi hermano. Entré como una tromba: ¿Qué te pasa? ¿Qué te han hecho?
Hasta que observé que se aferraba a una botella de Anís Confite, que había comprado ahorrando las mesadas que le daban para el recreo de la escuela.
Levantó sus bellísimos ojos, llenos de lágrimas, y entre bucles y mocos me dijo:
“Es que no sabe, es que no sabe,… a besos de mujer”.