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En su obra “Guerra y Paz en el Siglo XX”, el historiador británico Eric Hobsbawm plantea que el Siglo 20 fue el más sangriento en la historia de la humanidad. Sin dudas que aquello fue una época de guerras ininterrumpidas, a excepción de algunos que otros momentos de paz.
La Primera y Segunda Guerras Mundiales continúan siendo en la memoria de la colectividad las grandes guerras. Todo lo referido a ellas despierta un amplio interés y se cuentan por millares los libros y ensayos dedicados a su estudio.
Se estima en más de 77 millones el número de personas muertas o desaparecidas en ambos conflictos. Se trató de los mayores desastres de la historia provocados por la mano del hombre.
Pero esas cifras de muertos, por dramáticas que nos parezcan, no son más que versiones insignificantes de una gran desgracia.
¿Qué decir de los daños materiales sufridos por los europeos durante las guerras a las cuales nos estamos refiriendo? ¿Qué decir de las muertes debido a causas naturales ocurridas entre 1914 y 1945 ni la estimación de niños no concebidos entonces a causa de esas guerras?
Si consideramos los muertos y los desaparecidos a causa de la represión, las dictaduras y los golpes de Estado perpetrados entre 1945 y 1990 en la América Española y en la Región del Caribe, esas cifras se volverían mucho más dramáticas: En Argentina, 46 mil muertos entre 1914 y 1983; en Cuba, 20 mil muertos entre 1952 y 1958; en Colombia, 300 mil muertos entre 1946 y el fin de la Guerra Fría; en Chile, 3 mil personas asesinadas durante la dictadura de Augusto Pinochet. Algo parecido a lo ocurrido en El Salvador, Guatemala, Haití y en otros lugares.
¿Qué decir del número de personas asesinadas durante los gobiernos dictatoriales de Somoza, Fujimori y de Trujillo y de las matanzas de intelectuales, de líderes sindicales y de dirigentes estudiantiles, ocurridas en ese mismo periodo?
En 1918, en una universidad de una provincia argentina, donde con ligeras variantes pervivían las ideas oscurantistas coloniales, se produjo un hecho trascendental: la Reforma Universitaria de Córdoba, cuyos rasgos primarios habrían de imprimirle a la universidad latinoamericana la fisionomía peculiar que durante más de medio siglo ha venido singularizándola como un modelo especial en el ámbito de la educación superior.
La Reforma Universitaria de Córdoba debió cumplir una misión muy acorde con la época. Su proclama inicial dirigida a los hombres libres de Suramérica retumbó en todo el continente: “Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana, acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica, se contempla el nacimiento de una verdadera revolución que ha de agrupar bien pronto bajo su bandera a todos los hombres libres del continente”
Países como Chile, Brasil, Venezuela, Ecuador, Paraguay México y Bolivia se hicieron eco de esa propuesta.
Era solo el principio de un debate propuesto por estudiantes universitarios sobre una iniciativa democrática que dio lugar a que se profundizara la crítica al orden oligárquico y pro imperialista.
Los movimientos de izquierda de esos países pronto se vieron reforzados. A la vuelta de algunos años, dirigentes estudiantiles universitarios de esa época llegaron a convertirse en figuras políticas señeras: José Ingeniero, Germán Arciniegas, Julio Antonio Mella (dominicano, nieto del prócer Ramón Matías Mella) Raúl Haya de la Torre, Aníbal Ponce, entre otros.
Fue ese un gran momento, el vivido por los pueblos latinoamericanos y caribeño en su lucha por la libertad y la democracia.
El movimiento universitario al cual nos referimos en esta entrega surgió a finales de la segunda década del siglo pasado en una aristocrática y oscura ciudad mediterránea de la República Argentina.
Dicho movimiento produjo una hecho de significa trascendencia histórica: La Reforma Universitaria de Córdoba de 1918.