De niño, allá donde iba, siempre me comparaban con mi hermana, que era rubia y de ojos azules. Yo soy moreno.
«¿Por qué ella es tan linda? ¿Y a ti qué te pasó?», me decían.
Eran comentarios graciosos que hacían en broma, pero de tanto repetírmelos, se me quedaron grabados.
Ahí comenzó a tomar forma el trastorno.
Carlos* sufre trastorno dismórfico corporal pero, como muchos de los pacientes, no lo supo hasta años después de manifestar los primeros síntomas.
El también conocido como síndrome dismórfico o dismorfobia se incluye entre los trastornos obsesivo-compulsivos en las principales clasificaciones médicas**.
Quienes lo padecen no pueden dejar de pensar en un rasgo que consideran un defecto físico — algo que a menudo otros ni ven— y tratan de ocultarlo o modificarlo repetida y obsesivamente. Esto los lleva a vivir en un estado de ansiedad permanente, con pensamientos intrusivos constantes y conductas difíciles de controlar.
La preocupación por la apariencia y los comportamientos para esconderla o cambiarla les consumen tanto tiempo que llegan a afectar su funcionamiento diario, desde sus relaciones personales y familiares a su desempeño laboral.
Así le ocurrió a Carlos.
Empecé a preocuparme mucho por mi físico.
Primero fue el peso. A los 16 estaba relativamente gordito, así que me metí en un gimnasio y comencé a cuidar mucho la alimentación.
No llegó a ser anorexia —porque sí comía— pero hacía tanto ejercicio que llegué a perder 10 kilos en dos semanas.
«Te pasaste, ya bajaste mucho», me decían. Pero yo no lo veía. Había generado la falsa idea de que con solo estar delgado uno ligaba.
No solo eso: sentía que los que están más flacos y se ven bien tienen mayores oportunidades en la vida. Sé que no es así, pero es lo que yo pensaba.
En ese entonces la relación con mi familia empezó a empeorar. Veían que estaba mal e intentaron advertírmelo de muchas maneras, hasta que en un punto me dijeron que pidiera ayuda profesional.
Yo seguía sin reconocerlo, pero por aquella época ya me daba cosa ir a fiestas, cumpleaños, bailes… porque me veía mal.
La preocupación por el peso fue rotando hacia otros «defectos». Me obsesioné con mi nariz. Me la veía ancha, grande, fea.
Me miraba en el espejo y me hacía fotos de todos los ángulos posibles para comprobar cómo me veía. Podía pasar mucho tiempo mirando aquellas imágenes.
Luego la asimetría se volvió mi fijación, tanto la de la cara como la del cuerpo. Me analizaba al detalle, me diseccionaba. Me fijaba en cada parte. No me daba cuenta de mi nivel de perfeccionismo y de la obsesión con la que me examinaba.
Tanto así que, si quedaba con alguien, me arreglaba y me encerraba por horas en el baño para grabarme y verificar mi aspecto.
Necesitaba tener el control sobre cómo me veía. Y si no me gustaba se me caía la autoestima y capaz ni salía.
Lo mismo me pasaba si sabía que alguien iba a subir a Instagram o Facebook fotos de la fiesta del día anterior.
No las quería ni ver. No quería afrontarlo.
Sabía que me vería muchos defectos y que no iba a poder aguantarlo. Eso me generaba mucha ansiedad y empecé a aislarme.
En un momento me dije que ya no aguantaba más. Era apenas un adolescente y me estaba condicionando toda la vida, así que decidí acudir a un profesional.
Aquel médico me derivó a otro, que me dio medicación: antiobsesivos y antidepresivos.
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El trastorno dismórfico corporal fue descrito por primera vez en 1891 por el médico italiano Enrico Morselli y según los expertos que lo han estudiado, afecta a entre el 1,7 y el 2,9% de la población, tanto a hombres como a mujeres.
Aun así, pasa con frecuencia desapercibido, también entre los especialistas, y es subdiagnosticado o mal diagnosticado.
Por sus comorbilidades, a menudo a los pacientes se les considera esquizofrénicos o se establece que padecen algún trastorno de la conducta alimentaria, apunta Tania Borda, psicóloga argentina experta en este tipo de afecciones de la salud mentaly autora del libro «Trastorno Dismórfico Corporal: un desorden complejo».
Al principio sentí mucha mejoría, pero el tema de los fármacos es un sube y baja. A veces me sentía bien, otras muy mal.
Tuve que ir cambiando de medicamento, porque claramente la obsesión por el cuerpo, el «qué dirán», el «cómo me verán» era más fuerte que las pastillas.
No se sabe específicamente qué causa el trastorno dismórfico. Puede ser el resultado de una combinación de problemas, como antecedentes familiares, anomalías en el cerebro y evaluaciones o experiencias negativas sobre el cuerpo o la imagen que se tiene de uno mismo, explica la Clínica Mayo.
Y los expertos coinciden en que empieza a manifestarse en la adolescencia, que no mejora por sí solo y si no se trata, puede desencadenar depresión grave e incluso pensamientos y conductas suicidas.
«Es uno de los trastornos con mayor índice de intentos de suicidio de la psicopatología», asegura Borda, también directora clínica del Bio-Behavioral Institute de Buenos Aires.
Ya me habían diagnosticado con trastorno dismórfico corporal y empecé terapia con una doctora. Coincidió con mi momento más bajo. No salía de casa. No hacía nada.
Tenía la autoestima tan baja, estaba tan deprimido y con tanta ansiedad que cualquier cosa —escuchar música, ver una película— me hacía llorar. Estaba tan abajo en el agujero que no aguantaba ni eso.
Así que lo que hacía era levantarme tarde. Cuando estás deprimido una buena escapatoria es dormir.
Me levantaba a las 10 de la mañana y me acostaba de nuevo hasta las 12. Comía y me miraba en el espejo.
Así pasaba horas, el día entero, durmiendo y levantándome para mirarme en el espejo, hasta que mis padres me lo sacaron del cuarto.
Superado aquel periodo, que duró como un mes, la terapia con la doctora siguió avanzando lentamente y con altibajos. A veces se los contaba, otras no… y para progresar uno tiene que sacar lo que tiene dentro.
Tienes que ser sincero con el profesional. No puedes decir que estás bien cuando claramente no lo estás.
Seguía teniendo ataques de ansiedad muy fuertes. Me pasaba en situaciones determinadas, en los bailes, por ejemplo.
Me agarraba la ansiedad porque no sabía cómo me estaban viendo los demás. Y activaba ese pensamiento de «no sé si me van a aceptar, si les voy a gustar».
Era como si estuviera atado a ese pensamiento, como si me estuviera persiguiendo y tuviera que salir corriendo.
Y lo primero que hacía era ir al baño. Lo resolvía mirándome al espejo o tomándome una foto. Eso me calmaba.
Quedé en terapia de mantenimiento después de dos años de tratamiento, pero tuve recaídas y volví a la doctora a finales de secundaria.
Mejoré bastante.
Me animaba a hacer cosas que antes no hacía: invitar a alguien a salir, ir a una fiesta en la que no conocía a nadie o vestirme con determinada ropa.
Cuando me empezó a ir bien en todos los aspectos fue cuando entré a trabajar. Eso fue un disparador porque es muy social: hay reuniones todo el rato y terminas abriéndote con la gente.
Saqué definitivamente el foco del qué dirán y dejé de poner el físico primero.
El trastorno dismórfico corporal hace que pongas tu aspecto encima de todo: de los amigos, de las relaciones, de cómo eres.
Ubicas el físico en un pedestal y piensas que las personas lindas son las únicas que triunfan en la vida.
Hasta que te das cuenta de que no es lo más importante y ves que los otros te aceptan aunque no seas Ken (el novio de la muñeca Barbie).
Ahora ya me veo bien.
Aunque siempre hay una mínima preocupación con respecto al físico, no es como la anterior, que no me dejaba vivir.
Creo que es parte de mi personalidad, de cómo soy, de cómo veo las cosas y el mundo. La diferencia es que antes era una traba, una pared enorme que no podía saltar.
Ahora es una preocupación que, aunque sigue ahí, me deja vivir.
*Nombre inventado para proteger su identidad.
**Tanto en la Clasificación Internacional de la Enfermedades (CIE-11) de 2018 de la Organización Mundial de la Salud, como en Manual Internacional de los Trastornos Mentales DSM-5 de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría.