Doña Rosa, carisma de bondad. Nací en el año 1935, lo que significa que crecí y llegué a la adultez bajo la tiranía trujillista. En aquel periodo supra machista escuchaba con frecuencia decir a la gente que los hombres no lloraban.
Y como era de esperar, me porté como creyente de esa absurda afirmación en más de una dolorosa circunstancia.
Al ocupar la Dirección de Prensa de la Secretaría de Salud Pública en la primera gestión del doctor José Rodríguez Soldevila, honesto y eficiente funcionario, recibí de él un trato excelente. Por eso le prometí que cuando concluyera su labor en el cargo, renunciaría a mi posición.
Así lo hice, y la reacción de gran parte del personal de la secretaría frente a mi decisión, me llevó a olvidar el afianzado prejuicio de que los hombres no debemos llorar.
Cerrándome el paso, los empleados me pedían que desistiera de mi renuncia, algunos con tal expresión de tristeza en sus rostros y en sus gestos, que me afectó un llanto incontenible y sonoro generado por la gratitud.
Con doña Rosa Gómez de Mejía coincidí pocas veces en actos oficiales durante la presidencia de su esposo Hipólito Mejía, a quien acompañó como consagrada fundadora del Despacho de la Primera Dama.
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Pocas personas me han producido tan grata impresión como esa mujer de la cual emanaba serenidad, y una suave dulzura impactante. Su innata humildad la condujo a una escasa presencia en los medios de comunicación.
Pero seguramente que cuando su voz y su imagen aparecían en pantalla televisiva, la teleaudiencia quedaba prisionera de su fascinante personalidad.
Debido a su calidad humana, el fallecimiento de doña Rosa de Mejía convirtió a los dominicanos en un país de dolientes.
Y aunque pocas veces la vi desde cerca, experimenté tan intensa tristeza ante la infausta noticia, que no intenté detener las lágrimas. Porque ella y mi querida esposa Yvelisse no debieron morir nunca, debido al amor que prodigaron y recibieron en vida.
Como si hubieran sido, citando la letra de una canción, ángeles perdidos en la tierra.