“No eché el voto, en realidad deposité mi confianza” me dijo un amigo luego de haber ejercido su derecho al sufragio en las pasadas elecciones del 19 de mayo. Una expresión reveladora, porque no solo deposita el ciudadano su confianza por el candidato de su preferencia, sino también por la administración del proceso y esa confianza en los procesos electorales es indispensable para la legitimidad de la democracia. No solo se trata de elegir a un candidato, sino de descansar en una administración que garantice equidad y transparencia para todas las partes. A fin de cuentas, la democracia no solo se cimienta en la estructura legal y en las instituciones, sino también en la percepción intangible de legitimidad y confianza que los ciudadanos depositan en el sistema y en sus actores en sentido particular. Y a pesar de la desconfianza que un candidato, por ejemplo, pueda sentir por la gestión de la institución que lo postula o una contraria, cuando percibe que los árbitros electorales son imparciales y competentes, se fortalece la creencia de que cada voto cuenta y que los resultados reflejan verdaderamente la voluntad del electorado. Partir de esa premisa es esencial para prevenir conflictos y disputas sobre los resultados.
En un país en donde la abstención electoral va en ascenso, sirve de suficiente consuelo saber que la Junta Central Electoral no es una de sus causas. Lograr que un mayor número de personas acudan a las urnas pasa precisamente por la certeza de un proceso justo y bien gestionado. Es cierto que la celebración de elecciones garantiza la legalidad de sus resultados, pero la amplia y precisa representación de la voluntad popular impregna legitimidad. La clase política dominicana se ufana de la cohesión social como principal activo y protagonista de nuestro progreso económico, y esa cohesión definida como la capacidad de una sociedad de mantener un sentido compartido de identidad y objetivos comunes, representa un vínculo fuerte y complejo que se nutre de elementos tanto objetivos como perceptivos, y en efecto, garantiza una sociedad mejor posicionada para enfrentar desafíos económicos, promover la inversión y mantener un entorno empresarial estable. Además, sin importar la polarización política en la que nuestro país ha estado históricamente inmerso, la potencial incertidumbre económica que se genera a partir de estos fenómenos se ve mermada gracias a la legitimidad que le otorga una administración electoral efectiva a instituciones gubernamentales y políticas.
Lo que pretendo decir es, que la ciudadanía en sentido general, y los sectores que inciden en los espacios de toma de decisión en sentido particular, a veces no son conscientes de la importancia de la estabilidad electoral desde el punto de vista del árbitro, que como he descrito contribuye de manera directa a la estabilidad social, que se traduce en un entorno económico predecible y seguro, crucial para el desarrollo y la implementación de estrategias económicas a largo plazo. Asimismo, influyen en la percepción de equidad en la sociedad, pues cuando los ciudadanos sienten que mediante los procesos electorales se garantizan justas representaciones, se fortalece la cohesión social. En esencia, la legitimidad política, respaldada por confianza en procesos democráticos, aunque no ausentes de desafíos, cuando encuentra actores comprometidos con la transparencia, permite que la sociedad mantenga su cotidianidad sin perturbaciones significativas. Nuestro país volvió a vivir la experiencia del choque electoral entre tres fuerzas políticas 20 años después, y las consecuencias generadas del proceso no solo hablan del grado de civilidad de la ciudadanía, pero también del rol del árbitro. Más allá de los cuestionamientos que naturalmente pueda uno tener con alguna fuerza política que probablemente no fue sincera en sus postulados, es una cuestión evidente que el juez ha cumplido con su sagrado mandato.